La trampa mortal en Utiel también era el salón de casa
A los seis fallecidos en este pueblo valenciano la tromba de agua no les sorprendió yendo a por sus coches, ni en la calle, sino en los hogares en los que se creían a salvo
Cuando los móviles de los valencianos comenzaron a recibir alertas pasadas las 20:11 del martes 29, seis vecinos de Utiel ya estaban muertos. Para ellos, la recomendación de evitar desplazamientos por las fuertes lluvias —y no por desbordamientos o inundaciones— no solo llegó tarde, sino que les habría servido de poco. En Utiel, uno de los primeros municipios asolados por la tromba de agua, sus vecinos no murieron volvie...
Cuando los móviles de los valencianos comenzaron a recibir alertas pasadas las 20:11 del martes 29, seis vecinos de Utiel ya estaban muertos. Para ellos, la recomendación de evitar desplazamientos por las fuertes lluvias —y no por desbordamientos o inundaciones— no solo llegó tarde, sino que les habría servido de poco. En Utiel, uno de los primeros municipios asolados por la tromba de agua, sus vecinos no murieron volviendo del trabajo o yendo a buscar el coche al garaje. A Anunciación, a Enrique, a Maruja, a Julia, a Colombina y a Ángel... a todos ellos, la inundación los mató en el salón de su casa, donde se guarecían de la lluvia. “Era angustioso porque nos llamaban diciendo que se ahogaban”, recordó en Antena 3 el alcalde, Ricardo Gabalón, un día después de la riada.
El más joven de los fallecidos en Utiel se llamaba Enrique Ramos y habría cumplido 59 años el 29 de diciembre. Enrique dependía de su madre de 93 años, se desplazaba en silla de ruedas y su movilidad era muy limitada. El relato de cómo Pilar intentó salvar a su hijo arrastrándolo en vano hasta el segundo piso, sujetándole la cabeza para que no tragase agua, es un cuento de terror. “Ya no me acuerdo de más. Solo de cuando conseguí subir las escaleras y mi hijo ya estaba ahogado”, dice Pilar en el salón de la casa de su hermana, donde ahora tiene una cama. “Hala, ya, Pili, para”, le pide su hermana Enriqueta. Pilar continúa con su relato.
El Magro, un riachuelo que los vecinos siempre recuerdan seco, se desbordó, y el agua, tres metros por encima de su cauce habitual, rompió las paredes, entrando como tsunami en la casa. Entre “golpes de agua”, Pilar luchó por acercar a su hijo a la escalera y subirlo al piso de arriba, pero cuando tiraba de él se quedaba con su ropa en la mano. “Le faltó un trozo así para subirse a la baranda. Yo le pedía que se agarrara y él me decía: ‘¡Si no puedo, no veo!”, describe Pilar. El espacio que muestra con sus manos es similar a una barra de pan.
Los gritos de la madre mientras veía a su hijo hundirse alertaron a un policía local que accedió a la casa buceando. “Arriesgó su vida porque no se veía nada. Lleva la mano rota”, cuenta Queti, la prima de Enrique. “Se metió a por él buceando, a pelo, pero ya no lo pilló”. Pilar no sabe cómo reunió fuerzas para llegar al piso de arriba y quitarse la ropa. Estaba helada. Se vistió con un jersey de su hijo, que aún lleva puesto, y se acurrucó en su habitación. El agente la tapó con una manta de la cama y fue en busca de ayuda. Este jueves, en el funeral, Pilar y el policía se encontraron, se abrazaron y lloraron juntos. La mujer solo quería saber dónde habían encontrado a su hijo. “Estaba en la escalera, ¡donde lo dejé”!, exclama rota de dolor y culpa. Enrique amaba los coches y tenía una memoria prodigiosa.
La culpa atraviesa a más supervivientes de Utiel. Ángel Moita tampoco pudo salvar a su mujer con la que llevaba toda la vida. Se desmorona al recordarlo. Su salón conectaba con el tejado por una especie de claraboya, pero Maruja, de 83 años, no era capaz de subir. “Le dije a mi mujer ‘súbete’, yo intenté sacarla, pero no pude, se me iba de los brazos”, explicó el hombre a TVE antes de llevarse las manos al rostro y echarse a llorar. Maruja murió, según su hija Fernanda, pasadas las seis de la tarde, después de horas en el agua helada. Fernanda había estado llamando al 112 colapsado desde el medio día, para después pedir auxilio en todos los chats de vecinos. Sin más manos que las de su padre agotado, Fernanda presenció impotente, desde ese hueco que les conectaba, cómo su madre se apagaba. “Mi madre siempre ha estado para la gente, era muy buena”, contaba este viernes tras la celebración de una misa en su memoria.
En esa misma calle, también en su casa, se despidieron Colombina y Ángel, un matrimonio del que se habla con devoción. Dioni, la mujer que se ocupaba de ellos, les recuerda. “He trabajado con mucha gente y he visto de todo. Para ellos no tengo palabras. Eran buenos, educados... Siempre me sentí de la familia”, rememora de camino al tanatorio. Uno de sus hijos, Ángel, declinó hablar con EL PAÍS: “No es personal, pero eran tan buenos que no se merecen que nadie haga nada con ellos”. Cuentan en el vecindario que Ángel, que tenía mejor movilidad que su mujer, podría haberse salvado subiendo al piso de arriba. Resistió con ella hasta el final.
Los barrios cercanos al río, aunque ya en proceso de recuperación, permanecen cubiertos por un lodo difícil de limpiar. En una esquina de la calle Ramón y Cajal hay una casita con las paredes rotas y un jardín alabado, en su día, por todos los vecinos. Era la vivienda de Anunciación, de 90 años, sepultada por una riada que, en torno a la una de la tarde, ya era incontrolable. “Estoy agotada de sacar agua. Estad tranquilas que no pasa nada”, les dijo a sus hijas que, cuando empezaron a ver la crecida, pidieron ayuda para sacarla. Ya era demasiado tarde. Sobrevivió su perrita Chispy encaramada a un colchón que flotaba por la casa. “Es una muerte tan triste. Con todo lo que ella ha trabajado...”, lamenta Mari Carmen, una de sus hijas.
Anunciación era una mujer fuerte e independiente, según hija. Nacida en Valera de Abajo (Cuenca), se mudó a Utiel para servir en la casa del médico cuando era una niña y solamente salió de allí para casarse con su marido Gustavo, del que enviudó hace más de 20 años. Durante estas dos décadas, Papu, apodada así por su bisnieto, acudía cada semana al cementerio para llevar flores a su esposo. En los últimos tiempos tenía muchos dolores y mala vista, y las flores para Gustavo, que compraba cada miércoles en el mercadillo, se fueron quedando en casa. Hoy, en ese jardín marrón resiste una parra llena de uvas enfangadas, aunque en la ventana sus hijas han dejado un centro de rosas blancas. Para que no le falten flores nunca.