Feijóo corta amarras
El líder del PP ignora las presiones de la derecha más dura con un gesto al que no se atrevió en un momento en que su posición era más fuerte
El habitualmente poco jactancioso Mariano Rajoy solía vanagloriarse de lo que él llamaba su “independencia”. Una forma un tanto críptica de alardear de que no respondía a órdenes de José María Aznar, que lo había ungido con su dedo todopoderoso. Ni que tampoco se dejaba intimidar por ese conglomerado conocido como derecha mediática, criatura multicéfala de hábitat capitalino que en pocas horas puede pasar de manso animal de compañía a depredador sediento de sangre.
Rajoy había transitado por su primera legislatura opositora como un eco desvaído del furioso huracán que le marcaba el rumb...
El habitualmente poco jactancioso Mariano Rajoy solía vanagloriarse de lo que él llamaba su “independencia”. Una forma un tanto críptica de alardear de que no respondía a órdenes de José María Aznar, que lo había ungido con su dedo todopoderoso. Ni que tampoco se dejaba intimidar por ese conglomerado conocido como derecha mediática, criatura multicéfala de hábitat capitalino que en pocas horas puede pasar de manso animal de compañía a depredador sediento de sangre.
Rajoy había transitado por su primera legislatura opositora como un eco desvaído del furioso huracán que le marcaba el rumbo desde los confines más tronantes del universo derechista. Visto que la fórmula dio en fracaso en las elecciones generales de 2008, cortó amarras, les plantó cara y arrostró desde insultos fraternales (“maricomplejines”, le llamaba el siempre liberal Losantos) hasta maniobras para descabalgarlo en favor de Esperanza Aguirre, antecedente más refinado de Díaz Ayuso. Es de suponer que Rajoy prevendría de todo esto a su paisano Alberto Núñez Feijóo cuando el PP se puso a los pies del barón gallego para que lo sacase del pozo en que lo había hundido la guerra entre Ayuso y Pablo Casado. Si lo hizo, no parece que lo convenciese para actuar como un líder “independiente”.
En su larga trayectoria el expresidente de la Xunta se ha mostrado como un político poliédrico y de criterio adaptable. Brutal en la oposición -lo fue en Galicia- y de maneras templadas en el Gobierno. Al hacerse cargo, hace dos años, de la dirección del PP, sus gestos y sus palabras apuntaban en la línea y en el talante exhibido en su época más reciente, que le habían permitido acaparar todo el espacio del centro y la derecha en Galicia. Feijóo aspiraba a neutralizar a Vox arrinconándolo como una fuerza incapaz para el gobierno y disputar al PSOE su electorado más centrista. Frente a la bisoñez de Casado, se instalaba en la calle Génova un dirigente con pretensiones de hombre de Estado.
La gran oportunidad para demostrarlo era poner fin a la anomalía del bloqueo en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Feijóo estaba investido de toda la fuerza que le proporcionaba haber sido reclutado como el salvador de un partido a la deriva. Disponía de las mejores condiciones para ofrecer una demostración de autoridad y criterio propio, por mucho que el macizo de la raza conservadora lo fuese a convertir durante una temporada en blanco de sus rugidos.
Cuando todo parecía hecho, emergió de nuevo un Feijóo que ya era bien conocido de sus años de oposición en Galicia. Aquel que, bajo presión de la parroquia más centralista, se echó para atrás de grandes acuerdos apalabrados con socialistas y nacionalistas. Tampoco esta vez resistió al fuego amigo. “El PP teme la reacción de la derecha política, judicial y mediática al pacto del CGPJ”, advirtió con grandes caracteres El Mundo, dejando la duda de si el mismo periódico se incluía en la reacción descrita en su titular. Más crudo, como de costumbre, Losantos clamaba: “No se le ha traído de Galicia para esto”. Y el líder del PP se plegó.
En los últimos días, no han faltado avisos similares por parte del coro habitual, de Isabel Díaz Ayuso a Cayetana Álvarez de Toledo, que seguramente no permanecerán calladas. La trompetería bélica de Vox no se ha hecho esperar. A Feijóo le lloverán piedras, pero ha ofrecido su primer gesto real para romper amarras con quienes pretenden tutelarlo. Paradójicamente lo ha hecho en un momento en que su posición, tras el fracaso electoral del 23-J, está más debilitada que cuando no se atrevió la primera vez. Ahora habrá que comprobar si no es demasiado tarde.