No se pide el voto en los remansos de paz
EL PAÍS viaja a Taragudo, un pequeño municipio de Guadalajara en el que conviven vecinos de diferentes países. “Las elecciones europeas aquí tienen muy poco interés”, dice el alcalde, al que agredió un hombre hace unos meses
“Bienvenido a Taragudo. Remanso de paz”, dice el cartel en medio de una carretera interior de Guadalajara que anuncia la llegada a este municipio de 52 vecinos, la mitad de ellos europeos de fuera de España con derecho a voto el 9 de junio. Son las cuatro de la tarde del lunes 27 de mayo y el sol pega fuerte. No se escucha nada, no se ve a nadie. Un pequeño parque infantil recibe al visitante. Dos bicis sin candar apoyadas en la pared de una casa, un tendal frente a otra casita baja de fachada amarilla, una cas...
“Bienvenido a Taragudo. Remanso de paz”, dice el cartel en medio de una carretera interior de Guadalajara que anuncia la llegada a este municipio de 52 vecinos, la mitad de ellos europeos de fuera de España con derecho a voto el 9 de junio. Son las cuatro de la tarde del lunes 27 de mayo y el sol pega fuerte. No se escucha nada, no se ve a nadie. Un pequeño parque infantil recibe al visitante. Dos bicis sin candar apoyadas en la pared de una casa, un tendal frente a otra casita baja de fachada amarilla, una casa más con las puertas abiertas. No hay bar en Taragudo, sino un hogar social que es el punto de reunión; allí, si alguien quiere beber algo, ya sabe lo que cuesta: lo coge y deja el dinero en una hucha. Suenan las campanas a las cuatro y cinco de la tarde.
El Ayuntamiento está cerrado, y al lado se escuchan voces. Es Victoria, profesora de apoyo que atiende a dos niños búlgaros. ”Sus padres están trabajando a estas horas. Son temporeros, trabajan en la recogida del espárrago”, dice. La temporada del espárrago va desde primeros de abril a finales de junio. No hay colegio en el pueblo, y estos son los dos únicos niños. “Acompañad a los periodistas a casa del alcalde”, les pide Victoria. La casa está enfrente, y el alcalde del pueblo desde 2007, José del Molino, duerme la siesta. Se disculpa y sale a la calle buscando una zona de sombra. En Taragudo hay rumanos, algún portugués y una mayoría búlgara. Pero dice el alcalde que ahora mismo, hoy, están censados solo siete. Esta mañana ha dado de baja “a 12 o 13” tras tener que actualizar los datos de empadronamiento en la localidad.
No hay carteles ni publicidad electoral ni ninguna señal que recuerde a nadie que el domingo 9 de junio hay elecciones. Pero al alcalde, del PSOE, le importa. “Generalmente, las elecciones europeas aquí tienen muy poco interés. Y a los extranjeros, mucho menos. Están en otra historia, no les interesa la vida municipal; no se arraigan al pueblo, el pueblo tampoco les presta mucha atención. Son buena gente, no dan problemas, vienen a trabajar y ya está”, cuenta.
– ¿Cómo es gobernar un pueblo tan pequeño?
– Hay que tener mucha paciencia. Es muy molesto. Todo el mundo te conoce y se siente con derechos y ninguna obligación.
– ¿Cobra usted?
– No, aquí el alcalde no cobra, qué va a cobrar. Ya bastante es que no te peguen, que a mí me pegaron.
– ¡Cobró!
– Cobré [sonríe]. Estábamos aquí haciendo obra con el albañil. Y llegó un señor con un papel gritando: “Este papel qué hace en mi buzón”. “Pues mire, señor, eso es para que usted coja la lectura del contador, la lectura del agua, y lo deposite en el Ayuntamiento”. “¡Ah, es que yo no lo sé, yo he venido ahora!”. Le pregunté de dónde era y me dijo que de Alcalá de Henares, y entonces le pregunté si allí se le permitían cambiar bancos de sitio, porque él en el pueblo trasladó unos bancos que decía le molestaban. Cuando le saqué ese tema, empezó a insultarme y terminó pegándome. En la cara, un puñetazo. Está denunciado.
Del Molino, jubilado, fue funcionario y empleado de banca. No es que por las elecciones europeas no haya campaña, es que tampoco la hay en las municipales. “Lo difícil en estos pueblos tan pequeños es encontrar a alguien que quiera ser alcalde, hacer algo por los demás”, dice Del Molino. “Cada uno va a lo suyo y el resto no les importa nada. ¡Es así, no voy a decir lo que no es!”. Trabaja con un secretario municipal en el Ayuntamiento. “Esa es otra: aquí no quieren venir secretarios titulares, solo interinos. Porque no tienen los medios, porque se cobra menos… Y estamos con un interino que lleva 19 años. De interino. Si esto pasase en una industria sería fijo. Pero el Estado está dándole largas”.
Interrumpe el diálogo el ruido de una obra en la iglesia parroquial de San Miguel Arcángel, construida en el siglo XVIII. Taragudo conoció, al menos en relación al número de vecinos, mejores tiempos. A mediados del siglo XIX llegó a tener censados 156 vecinos. En la obra quien trabaja es Valeri Petrov, un búlgaro de 53 años que llegó hace 22 a Taragudo. ¿Cómo? “En tren”, dice. Pero por qué este pueblo, cómo es que llegó hasta aquí. “¡Por el tren! Yo era trabajador ferroviario, era factor de circulación. Y conocí España, conocí esto gracias a un anuncio en la Nueva Alcarria, y no me ha ido mal”. Está con pantalón de obra y sin camiseta, barba larga y blanca. Lleva una gorra verde: “Es por Vox, voto a Vox”, dice sonriendo. Luego la señala: “Noooo, es de Caja Rural”. Por su teléfono, en modo altavoz, se escuchan gritos de una mujer. Petrov sonríe: “Es mi hermana con las cabras”. ¿Aquí? “¡No, en Bulgaria!”. ¿Le gusta vivir en Taragudo, es un lugar pacífico, tranquilo? “Bueno, pacífico...”, sonríe señalando la casa del alcalde. “Soy muy feliz aquí, sí”, concluye.
– ¿Está al tanto de las elecciones europeas?
– [Se pone serio] Mucho. Y son muy importantes, también en este pueblo. Yo llevo 10 años como autónomo. Esta obra no [señala los materiales de la obra de la entrada de la Iglesia, que está haciendo él solo] porque es de la Diputación, pero hay otras que se hacen con fondos europeos, claro que es importante.
Petrov habla con orgullo de sus hijos y de lo conseguido en los años que lleva en España. Viaja mucho a Bulgaria, a su ciudad, Vidin, y recomienda su visita. Cuenta allí, frente a las piedras y la grúa de la obra de la iglesia de Taragudo, la historia bellísima de la mezquita de su ciudad natal construida por el otomano Osman Pazvantoğlu. Pazvantoğlu, dice la leyenda, se enamoró de una cristiana búlgara, y al ser un amor prohibido, su mezquita, la mezquita de Vidin, es la única del mundo que en su minarete no tiene una media luna, sino un corazón invertido.