Los desalojados de Níjar buscan su sitio
El municipio almeriense expulsa a los habitantes del asentamiento de Walili y lo derriba. En el lugar que residían cerca de 500 personas migrantes, la mayoría trabajadores sin documentación de los invernaderos de la comarca
A Bacaly Camara, senegalés de 35 años, la vida no para de golpearlo. Con un café en la mano, apoyado en el marco de un módulo prefabricado, relata el conflicto armado en el que mataron a sus padres y cómo se vio obligado a salir de su país para conseguir dinero para su familia. Tiene mujer y tres hijos, pero no llegó a conocer al más pequeño, de tres años. Su pareja estaba embarazada cuando él voló a Marruecos y desde allí se subió a una patera rumbo a Motril, en la costa de Granada. Más tarde se fue a Almería en busca de empleo en la agricultura intensiva. La mañana de este lunes su jefe le l...
A Bacaly Camara, senegalés de 35 años, la vida no para de golpearlo. Con un café en la mano, apoyado en el marco de un módulo prefabricado, relata el conflicto armado en el que mataron a sus padres y cómo se vio obligado a salir de su país para conseguir dinero para su familia. Tiene mujer y tres hijos, pero no llegó a conocer al más pequeño, de tres años. Su pareja estaba embarazada cuando él voló a Marruecos y desde allí se subió a una patera rumbo a Motril, en la costa de Granada. Más tarde se fue a Almería en busca de empleo en la agricultura intensiva. La mañana de este lunes su jefe le llamaba para preguntar por qué no había acudido a su puesto de trabajo. “Me están echando de casa”, explicaba por teléfono mientras una excavadora tiraba a golpes la chabola donde residía en el asentamiento Walili, donde vivían hasta ahora unas 450 personas. Era uno de los más antiguos de Níjar (Almería, 26.126 habitantes) y en pocas horas el espacio quedó arrasado a iniciativa del Ayuntamiento, gobernado por la socialista Esperanza Pérez, que disponía de una resolución judicial que facilitó la demolición.
El derribo llega tras muchas protestas de colectivos sociales y otros tantos intentos del municipio para hacer desaparecer uno de los asentamientos más antiguos de una comarca, cerca del Cabo de Gata, donde hay casi medio centenar de espacios similares. Es una zona árida cubierta por invernaderos que surten a Europa de hortalizas, convertidos desde hace años en el principal motor económico de Almería con una facturación que supera los 3.000 millones de euros anuales en toda la provincia. Parte de su mano de obra reside en este tipo de campamentos, que acogen más de 3.000 personas solo en el término municipal de Níjar, el de menor renta de España según el Instituto Nacional de Estadística. Malviven en pequeñas habitaciones construidas a base de palés, cartones y plásticos sobre el barro.
Las de Walili están ya en el suelo, transformadas en escombro. Pasadas las 8.30 horas de la mañana medio centenar de agentes de la Guardia Civil montaron una cadena junto a la carretera de San José para asegurar el trabajo de la excavadora pudiera proceder a la demolición, tarea que a mediodía ya estaba cumplida. Poco después, la alcaldesa se felicitaba por el desalojo en un comunicado: “Ha sido la mayor muestra de compromiso con la defensa de los derechos humanos que hemos visto en Almería en muchos, muchísimos años”.
Algunos de sus habitantes miraban con desolación el avance de la piqueta o el fuego —cuyo origen se desconocía, según los bomberos— que consumía algunas infraviviendas a primera hora de la mañana. Observaban desde el arcén de la carretera y rodeados de bolsas de plástico y maletas en las que habían guardado sus pertenencias. “Ahí se vivía muy mal, pero estaba cerca del trabajo”, relata Falai Baldeh, de 21 años, que viajó desde Gambia hasta Libia para subirse a una patera hacia Italia. Pasó un año en Turín, atravesó a pie la frontera hasta Francia y llegó en tren a España. Llevaba dos años en Walili hasta que fue expulsado esta mañana. “Me dedico al tomate, el calabacín, la berenjena, el pimiento. Muchísimas horas, pero siempre sin contrato”, aclaraba horas después desde el mismo módulo prefabricado en el que Bacaly Camara apuraba su café. Ambos calculaban opciones para ir a trabajar mañana. “Sea como sea tengo que llegar. Si hay que dormir en la calle, lo haré, pero no puedo perder mi trabajo”, subrayaba el senegalés.
Como ellos, unas 60 personas mostraban incertidumbre sobre el centro de emergencia al que fueron trasladados en autobús a iniciativa del Ayuntamiento de Níjar (todos hombres magrebíes o subsaharianos, porque las únicas cuatro mujeres que necesitaban techo fueron alojadas en un hostal). Con capacidad para 500 personas, el objetivo era realojar allí a las alrededor de 200 habitantes del asentamiento según los cálculos municipales, aunque las entidades sociales aumentaban la cifra hasta las 450. Durante el fin de semana la mayoría de residentes del campamento se mudaron a otros cercanos de las mismas características, como Atochares o Barranquete. Solo unos pocos necesitaron techo en el espacio municipal, formado por módulos para familias y un puñado de literas desplegadas en una nave industrial. Sus responsables no permitieron a la prensa conocer las condiciones en las que se encontraban los catres o los baños. Ante la presencia de los medios, cerraron a cal y canto las puertas.
Las entidades sociales que trabajan en la zona pedían un desalojo progresivo e individualizado “con deliberación pública y participación de las personas interesadas”, como subrayaba el Secretariado de Migraciones almeriense. Las organizaciones creen que en unos días quedarán ahí pocas personas, puesto que el edificio queda lejos de sus puestos de trabajo. “No sé si podré quedarme: el invernadero queda muy lejos”, confirma Baldeh. “Yo tampoco sé cómo voy a ir mañana a trabajar”, añadía indignado el senegalés El Hadji Diatta, de 39 años. “Los empresarios te llaman porque te necesitan, pero ni pagan bien, ni te ayudan a encontrar vivienda, ni nada” añadía. Él, como la mayoría de quienes viven en estos asentamientos, no tiene documentación. Y sus salarios rondan los cuatro o cinco euros la hora. “Estamos aguantando mucho porque es la única manera de conseguir los papeles. Me han prometido un contrato cuando los tenga”, añade Diatta, que lleva ya 18 meses en Almería y confía en que dentro de seis meses más pueda empezar a tramitar su documentación. “Entonces podré encontrar un buen trabajo”, dice con esperanza.
Sin alternativa para dormir, Diatta se quedará en el centro de emergencia. Antes de residir en Walili pagaba 120 euros al mes por una habitación que compartía con otras dos personas en San Isidro, localidad del extenso municipio de Níjar. Otros relatan que en toda la comarca solo les ofrecen garajes para malvivir junto a otras muchas personas. “Nadie nos alquila pisos”, insiste Samir, un marroquí de 25 años al que le ofrecen un pacto: si paga 5.000 euros a un empresario, este le hacen un contrato a cambio. Sin posibilidades de ahorrar para esa compra, tampoco sabe nada sobre su futuro más cercano. Si antes pedaleaba unos 40 minutos diarios en su bicicleta para ir a trabajar, desde el centro de emergencia la distancia se ha multiplicado. “Tendré que buscar algo más cerca, desde aquí es imposible ir”, asegura. Las cuestas de la sierra de La Serrata son un muro infranqueable a dos ruedas.
“Ese es el gran problema. Desde el nuevo centro no pueden desplazarse hasta los invernaderos y los empresarios les han dicho que no van a recogerlos”, explica Carmen Domínguez, presidenta de Médicos del Mundo en Andalucía, entidad encargada de la gestión del espacio junto a Cepaim, Cruz Roja, Almería Acoge y Hermanas Mercedarias. Domínguez cree que el desalojo se podría haber realizado con más organización y más adelante, cuando la temporada de la agricultura intensiva hubiese acabado. Ahora los migrantes podrán pasar un plazo de dos meses en el centro de emergencia. Nadie sabe qué ocurrirá después. “Lo más probable es que acaben en la calle”, añade una fuente de la plataforma Derecho a Techo, donde creen que el desmantelamiento de Walili no ha sido más que “un montaje para ganar votos en las próximas elecciones municipales”.
“Han quitado el asentamiento que más molesta a empresarios y turistas porque se ve desde la carretera”, apunta Fernando Plaza, portavoz de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), que solicita una reunión entre todas las administraciones, patronal y entidades sociales para abordar un plan de vivienda para trabajadores emigrantes agrícolas. “Es la única solución digna”, concluye Plaza. De momento, el Ayuntamiento de Níjar ha impulsado la construcción de apenas 62 viviendas y solo gracias a la financiación de la Junta de Andalucía. Aún en obras, permitirán alojar a 120 personas a partir de la próxima primavera si la obra acaba en los plazos acordados. Otras 3.000 personas seguirán, mientras, malviviendo en más de medio centenar de poblados chabolistas en toda la comarca. Ciudades invisibles junto al paraíso turístico.