Yoga, folclore y el poder de las ortigas: un festival rural para revitalizar el norte de Burgos
Una asociación organiza encuentros formativos sobre la vida en el campo para recuperar arraigo
Este festival es diferente. No hay grandes altavoces, tampoco carpas de patrocinadores ni hordas enloquecidas que intentan desconectar de sus rutinas de urbes masificadas. Aquí todo lo cría la tierra, como reza el lema del encuentro. De ella sale el barro que maneja un grupo en Espinosa de los Monteros (Burgos, 1.700 habitantes) en unos talleres de bioconstrucción; de ella brotan los vegetales cuyas propiedades analiza otro equipo junto a una arboleda; de ella, en suma, se sienten los asistentes al Artim, una fusión entre divulgación y ocio organizada para impulsar el arraigo de esa generación...
Este festival es diferente. No hay grandes altavoces, tampoco carpas de patrocinadores ni hordas enloquecidas que intentan desconectar de sus rutinas de urbes masificadas. Aquí todo lo cría la tierra, como reza el lema del encuentro. De ella sale el barro que maneja un grupo en Espinosa de los Monteros (Burgos, 1.700 habitantes) en unos talleres de bioconstrucción; de ella brotan los vegetales cuyas propiedades analiza otro equipo junto a una arboleda; de ella, en suma, se sienten los asistentes al Artim, una fusión entre divulgación y ocio organizada para impulsar el arraigo de esa generación que rompió con los pueblos. A los asistentes, de un amplio crisol de edades y procedencias, los une el afán por recuperar las tradiciones y reaprender aquello que los nuevos tiempos han convertido en cosas del pasado.
El entusiasmo impera en esta zona del norte burgalés, con una riqueza natural y cultural que atrae a unas 200 personas a los cursos que gestiona la asociación Ábrego, que durante casi dos semanas de julio convirtieron al pueblo en un referente del cambio de paradigmas vitales. Allí conviven urbanitas con ganas de mandar a paseo el asfalto y emprender en lo rural con aquellos que ya residen fuera de las ciudades y buscan cómo aprovechar los recursos que les ofrece su entorno. Los fines de semana del festival, cuando a la divulgación se añadieron conciertos, exhibiciones de folclore y bullicio, reunieron a unas 1.000 personas entre artimers, como llaman a sus campistas, y lugareños con ganas de mambo. Una de las responsables, María González, explica cómo de esa idea de recuperar valores y sapiencia tradicional nació este encuentro: “Tenemos ocho cursos, 13 talleres y actividades por el pueblo. Hemos conseguido apoyo y financiación de negocios porque traemos a mucha gente”.
Aquí todo es circular: el Ayuntamiento, del PP, les cede personal, materiales y el instituto donde se asienta la carpa con el comedor, las duchas o espacios para las clases abiertas. “Hay gente con prejuicios que cree que somos unos comeflores, jipis con jota, pero la mayoría entiende lo que hacemos”, comenta entre risas González, de 33 años. “Comeflores” como los de la sesión con los especialistas en botánica Augusto Keller y Ana González, que superan los 70 años y dejan absorto a su público relatándole las beldades de las ortigas.
Ambos profesores representan la filosofía del Artim: traer a expertos en distintas materias para fomentar ese arraigo y esos conocimientos que propicien cambiar los ciclos de la despoblación. Juan Sedano, de 33 años y uno de los impulsores de la cita, dice que desde niño estuvo ligado a la tierra porque su madre recorría pueblecitos grabando folclore popular, con versos como el “Todo lo cría la tierra” que los inspira. “Estábamos siempre con ‘hay que…’, ‘hay que…’, hasta que lo hicimos”, describe sobre la creación de Ábrego, que trabaja todo el año para fomentar esos valores comunitarios contra el “individualismo” moderno. Este ingeniero forestal con máster en desarrollo rural vive en Ahedo de Butrón (15 habitantes), donde también ejerce como apicultor.
Sergio Bravo, geógrafo especializado en proyectos rurales, también de 33 años, se muestra rotundo: “Mis amigos son Ábrego”. Este joven dejó su Madrid natal tras conocer la entidad y habita en Poza de la Sal (290 vecinos), donde trabaja y colabora con este colectivo. Javier Miguel, de 27, reflexiona sobre el sentirse “apátrida” tras varios años de viajes en los que descubrió que le tiraba el terruño. Él prepara una oposición en Ponferrada (León) para tomar las de su Villadiego natal y ejercer de agente forestal: “Nuestra generación ha cortado sus raíces, esta es una oportunidad para hacer activismo y poder volver”, afirma.
“Para avanzar a veces hay que ir hacia atrás”
Para ello han preparado en el festival de este año un programa movidito. Hasta 50 personas madrugan para abrir la jornada con yoga y encaminarse a su actividad. Unos priorizan lo formativo y luego se centran en disfrutar y otros van para pasarlo bien y, de paso, aprender. Da igual. La comunión es tangible entre quienes analizan la agricultura regenerativa ―un curso que dio lugar en otras ediciones a la creación de huertos ecológicos que ahora son negocio― y quienes descubren la percusión tradicional, la arquitectura bioclimática o el teatro en foros. La tatuadora burgalesa Helena Ayala y la doctora madrileña María Díaz, de 28 y 29 años, sueltan un categórico “¡Buah!” al preguntarles qué les está gustando más. Difícil elegir. “¡Todo!, nos enseñan autonomía y aprendizajes rurales para hacer cosas del día a día. Para avanzar a veces hay que ir hacia atrás”, dicen, antes de dirigirse a por el rancho: gazpacho y pasta boloñesa, todo vegano. Los cursos de 22 horas más tres talleres, desayuno y acampada cuestan 270 euros para ocho días de intensa agenda.
La más joven del lugar, la pequeña Aila, opta por la leche materna. Esta rubísima nena de dos años es hija de la holandesa Eva Censters, de 34, y Pablo Samper, madrileño de 27. Ambos han devuelto la vida al despoblado Valmayor de Cuesta Urria (Burgos). Entre el sueldo de ella como profesora y los trabajos temporales de él subsisten mientras arreglan el lugar y esas casas olvidadas. “Sentí que quería ser útil, uno nace donde nace pero no siempre pertenece”, zanja el hombre, mientras su pareja valora los “ideales y la convivencia” que permite la vida rural. Eso sí, se necesitan medios —infraestructuras, servicios— para que esa pequeña ola de repoblación alimentada por la pandemia y el teletrabajo pueda afianzarse.
Los encargados del Artim asumen que estos conocimientos son una base para formar nuevos estilos de vida, pero subrayan que las Administraciones deben empujar. De momento, ellos cumplen con su parte. Incluso han creado un “buzón del amor”, una especie de Tinder casero para dar salseo al encuentro. Todo ayuda para buscar nuevos repobladores que impidan que se pierda todo aquello que ha contribuido a que las sociedades sean lo que hoy son.