Los obispos se enzarzan en el laberinto de los indultos

La Conferencia Episcopal teme la reacción de sus fieles y lamenta el abandono que sufren “los otros catalanes”

Luis Argüello, Juan José Omella y Carlos Osoro, tras una audiencia con el Papa en 2020. Foto: Laura Serrano-Conde / EFE. En vídeo, declaraciones de Argüello el pasado 24 de junio. Vídeo: EFE

Perder el oremus también significa desperdiciar una oportunidad. Lo ha hecho la Conferencia Episcopal Española (CEE), cuya comisión permanente se reunió los pasados 22 y 23 de junio para despachar siete asuntos de relevancia y ocho nombramientos. De todo ello dio cuenta en una “nota final” que, sin embargo, nada dice del debate sobre los indultos a los presos independentistas, que acaparó la preocupación...

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Perder el oremus también significa desperdiciar una oportunidad. Lo ha hecho la Conferencia Episcopal Española (CEE), cuya comisión permanente se reunió los pasados 22 y 23 de junio para despachar siete asuntos de relevancia y ocho nombramientos. De todo ello dio cuenta en una “nota final” que, sin embargo, nada dice del debate sobre los indultos a los presos independentistas, que acaparó la preocupación de sus 26 prelados (los cardenales y arzobispos en activo, más una docena de diocesanos). No hubo comunicado sobre los indultos, pero el secretario general y portavoz de la CEE, Luis Argüello, reconoció en conferencia de prensa que el tema les ocupó hora y media, con “opiniones diferentes”.

“Hemos querido profundizar en la nota de los obispos catalanes para desde ella extraer unas consecuencias que seguramente ponen acentos distintos, pero nosotros estamos por el diálogo y el perdón, como los obispos catalanes”, resumió Argüello. En definitiva, los obispos españoles aparecen como avalistas de los indultos. Así lo ha percibido la opinión pública pese a los intentos de Argüello por evitarlo. “Usted quiere un titular que diga sí o no”, contestó a un periodista que urgía concreción.

A los prelados, en su mayoría conservadores, les preocupa ahora la reacción de sus fieles, y también la economía de las diócesis. Estos días se cierra la campaña fiscal del IRPF y los obispos aspiran a repetir los datos de la equis en su favor del ejercicio pasado, en el que recibieron 300 millones del Estado sin que los fieles pongan nada de su bolsillo. También les alarma la situación de “los otros catalanes”, es decir, el ambiente de opresión que padecen en Cataluña los ciudadanos no independentistas o simplemente neutrales, que son mayoría según las encuestas.

La Conferencia Episcopal Tarraconense —que reúne a 18 prelados y no es reconocida como tal por el Vaticano— emitió el día 16 su respaldo a la concesión de los indultos como un camino para lograr la “armonía” y porque en Cataluña se necesita algo más que la aplicación de la ley. Precisamente es el cumplimiento de la ley el punto principal de los desacuerdos en la CEE. También ha pesado el que el comunicado de la Tarraconense fue avalado nada menos que por el presidente de la CEE, el aragonés Juan José Omella, cardenal arzobispo de Barcelona y vicepresidente del episcopado catalán.

El ascenso de Omella desde el obispado de Calahorra al arzobispado de Barcelona, nombrado por Francisco en 2015, se produjo después de varios intentos del Vaticano por colocar en ese cargo a un prelado catalán, cediendo a las presiones de la Iglesia local (el tradicional Volem bisbes cataláns! —¡Queremos obispos catalanes!—). Para torcer esa intención, el Gobierno Rajoy usó la potestad concordataria que le permite frenar un nombramiento episcopal. El artículo primero del Acuerdo de 1976 dice que el Papa debe consultar cada nombramiento “por si existiesen objeciones concretas de índole política general, cuya valoración corresponderá a la prudente consideración de la Santa Sede”. El presidente Rajoy argumentó contra varios candidatos, hasta que el Vaticano puso sobre la mesa el nombre de Omella.

En cambio, el eslogan Volem bisbes catalans! se impuso cuatro años más tarde, en mayo de 2019, con el nombramiento de Joan Planellas i Barnosell como arzobispo de Tarragona. Se ignora si el Gobierno puso entonces objeciones de índole política (“Las diligencias correspondientes se mantendrán en secreto por ambas partes”, dicen los Acuerdos con el Vaticano), pero fue un nombramiento cargado de presagios. Había muchas muestras de la pasión independentista del presidente de la Tarraconense. Párroco en localidades ampurdanesas, entre otras de Jafre, el pueblo donde reside el dramaturgo Albert Boadella, la esposa de este, Dolors Caminal, católica y vecina del pueblo, envió una carta al obispo de Girona, Francesc Pardo, protestando porque en el campanario de la iglesia ondeaba la bandera estelada y el párroco había hecho repicar las campanas quince minutos cuando lo pidieron “las fuerzas políticas que promueven la bandera secesionista y la separación con España”. El prelado hizo sus gestiones, pero sin éxito. Esta fue la respuesta del párroco, según la denunciante: “Estos señores no son de la parroquia. La estelada se puso porque el pueblo la pidió. Y no puedo ir contra el pueblo. Que se pongan la bandera española en su casa, si quieren”.

La división entre los obispos comienza en el mismo concepto de nación. La mayoría considera la idea de España como un bien moral y, enfrente, los prelados catalanes, sin apenas fisuras, sostienen que semejante idea de nación o patria no es doctrina que deba seguirse sin más. La Iglesia estará “al lado del pueblo catalán” si opta por la independencia, proclamó en 2012 el obispo Sebastià Taltavull cuando era prelado auxiliar del cardenal de Barcelona, Lluís Martínez Sistach.

La reacción de la CEE, presidida entonces por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco, no se hizo esperar, en forma de una declaración de su Comisión Permanente remachando todo lo contrario, es decir, que España no está en el Evangelio, pero casi: “Ninguno de los pueblos que forman parte del Estado podría entenderse, tal y como es hoy, si no hubiera formado parte de la larga historia de unidad cultural y política de esa antigua nación que es España”.

La advertencia ponía sobre la mesa una instrucción pastoral previa, titulada Orientaciones morales ante la situación actual de España, de 2006, en la que Rouco salía al paso del plan Ibarretxe para la independencia de Euskadi y de las declaraciones del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero sobre que el término nación era discutido y discutible. Fue el entonces cardenal primado de Toledo, Antonio Cañizares, ahora arzobispo de Valencia, quien afirmó que la unidad de España “es un bien moral de obligada protección”.

Si es un tópico afirmar que el nacionalismo vasco se gestó en los seminarios, al menos el que derivó en el terrorismo de ETA, también lo es, con más certeza, que el independentismo catalán germinó al amparo de los monjes de la abadía benedictina de Montserrat, desde entonces su montaña sagrada. Allí fue donde, apenas 70 años atrás, la entronización de la Moreneta como patrona de Cataluña significó un símbolo de reafirmación nacionalista. Y fue allí donde Jordi Pujol, ferviente católico entonces, ideó el nacimiento de la desaparecida Convergència Democràtica. Uno de sus monjes, el historiador Hilari Raguer, publicó el libro Ser independentista no és cap pecat. L’Església i el nacionalisme català Ser independentista no es ningún pecado. La Iglesia y el nacionalismo catalán― (Claret, 2012).

Los tres últimos documentos colectivos del episcopado tarraconense los ha analizado el historiador Daniel Fernández Cañueto en el libro La Iglesia católica y la nacionalización de Cataluña, editado por la Universidad de Lleida. Se titulan Arrels ―Raíces— Cristianes de Catalunya, de 1985; Al servei del nostre poble, en 2011, y Nota de la Conferència Episcopal Tarraconense, de 2017. Los tres aplican la misma doctrina: “Cataluña tiene derecho a la autodeterminación fruto de su capacidad como nación para decidir colectivamente su futuro y no le corresponde a la Iglesia pronunciarse sobre cuál es el modelo de Estado que debe existir”.


Las dos raíces

Los historiadores apenas han estudiado la participación de la Iglesia católica en la construcción de la identidad catalanista pese a que, contra lo que creen lingüistas y gramatólogos, el verdadero hecho diferencial no es la lengua, sino la religión. “Si los vascos fueran hugonotes y los catalanes chiitas, hace siglos que serían independientes”, escribió el filósofo Eugenio Trías Sagnier en 'Pensar la religión' (Galaxia Gutenberg, 2015). Ponía como ejemplo el sangriento conflicto yugoslavo.

De las dos raíces del catalanismo, la republicana, y la católica y de derechas, la segunda fue en el pasado la más activa, con los Torras i Bages, Prat de la Riba, Francisco Cambó, Carrasco y Formiguera o Jordi Pujol. “Cataluña la hizo Dios, no la han hecho los hombres; los hombres solo pueden deshacerla”, escribió Torras y Bages en 'La tradició catalana'. Fue obispo de Vic y el Vaticano ha incoado la causa de su beatificación. Los otros líderes corrieron suertes distintas. Cambó financió el golpe militar de 1936; Carrasco fue fusilado en Burgos, en abril de 1938, por orden directa de Franco pese a las gestiones del Vaticano para impedirlo; y Pujol fue condenado a siete años de prisión (cumplió dos y medio), encarcelado por el franquismo por repartir panfletos contra la dictadura en 1960.

La otra gran raíz del catalanismo, la republicana, parte del federalismo de Pi i Margall, crece con los Francesc Macià y Lluís Companys, coquetea con el socialismo mediante los Pallach y los Maragall y preside ahora la Generalitat con Pere Aragonès, a la sombra de una figura preponderante, el exvicepresidente y líder de ERC Oriol Junqueras, católico confeso. La novedad ahora es la alianza de tradicionalistas y republicanos, siempre enfrentados pero con un empeño independentista común.

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