Gustavo Villapalos, tiempo y tiempos

Fallecido a los 71 años, fue rector de la Universidad Complutense y consejero madrileño de Educación

Gustavo Villapalos, Consejero de Educación de la Comunidad de Madrid, en 1996.santos Cirilo

Cuando en mayo de 1995, después de haber recibido la confianza de los madrileños para asumir el Gobierno de la Comunidad de Madrid, le pedí a Gustavo Villapalos que se hiciera cargo de la cartera de Educación y Cultura, confieso que tenía muy pocas esperanzas de que aceptara. Nuestra relación era buena, pero no profunda; no nos conocíamos más allá de encuentros ocasionales. Que el rector de la Universidad Complutense de Madrid renunciara a su cargo para asumir una consejería que, en aquel momento, no tenía transferidas el grueso de las competencias de Educación era muy voluntarista por mi part...

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Cuando en mayo de 1995, después de haber recibido la confianza de los madrileños para asumir el Gobierno de la Comunidad de Madrid, le pedí a Gustavo Villapalos que se hiciera cargo de la cartera de Educación y Cultura, confieso que tenía muy pocas esperanzas de que aceptara. Nuestra relación era buena, pero no profunda; no nos conocíamos más allá de encuentros ocasionales. Que el rector de la Universidad Complutense de Madrid renunciara a su cargo para asumir una consejería que, en aquel momento, no tenía transferidas el grueso de las competencias de Educación era muy voluntarista por mi parte. Y, sin embargo, no lo dudó un momento. Aceptó con entusiasmo. Y desde ese día empezamos a construir una relación de recíproca lealtad que acabó en una intensa amistad.

Villapalos, fallecido el lunes en Madrid a los 71 años, era ya entonces una historia de éxito académico. Siempre llegó antes de lo habitual en el mundo universitario a las muchas responsabilidades que tuvo: catedrático de Historia del Derecho a los 26 años, decano a los 34, rector a los 38... Desde que alcanzaba una meta se marcaba ya la siguiente. Quizá esa vida tan intensa en sus estudios y en su carrera universitaria le limitó vivir plenamente una infancia y una juventud que, en su vida ya adulta, asomaba en muchos de sus rasgos personales, como reclamando el tiempo ganado para el currículum, pero perdido para la persona.

Hoy se debate mucho en España la razón por la que, a diferencia de lo ocurrido en los años de la Transición, a lo mejor de la sociedad española le cuesta dejar sus carreras profesionales para dedicarse al servicio público a través de la política. Gustavo fue el mejor ejemplo de esa vocación de servicio. Debido a su formación jesuítica, buscó siempre la excelencia, pero no para beneficio personal, sino para servir a los demás en el puesto que en cada momento le correspondiera. Exigente con sus colaboradores, lo era más consigo mismo. Y nunca paraba hasta alcanzar los objetivos que se marcaba.

Gustavo era un hombre inteligente, extraordinariamente inteligente. Habitualmente, sorprendía por su erudición, porque él sabía convertir la información en conocimiento y el conocimiento en cultura. Pero la característica que le definía, por encima de cualquier otra, era su capacidad intelectual, que ejercía a través de la dialéctica. Le apasionaba debatir y era capaz de construir argumentos irrebatibles sobre asuntos en los que los demás fracasábamos.

Su compañía era un regalo. Su humor, su ironía, su rapidez mental construían en torno a su persona un ambiente en el que, los que pudimos compartirlo, nos sentíamos privilegiados. Aprendíamos de él simplemente estando con él. Abordaba las situaciones y los lugares con pasión y enorme curiosidad intelectual. Ninguno de los que estuvimos allí podremos olvidar sus reflexiones en Jerusalén sobre Israel y sus previsiones sobre su futuro, todas cumplidas.

Era profundamente creyente pero, en contra de lo que se ha escrito, jamás fue radical ni intolerante. Estaba tan firme en sus convicciones que no le importaba nada someterlas a discusión con un talante profundamente liberal. Y, como era habitual que saliese vencedor en todos los lances dialécticos, disfrutaba haciéndolo. Amante de las formas y de la liturgia, prefería siempre un buen debate a un pensamiento unánime.

Como rector, modernizó la Complutense. Supo buscar complicidades en la sociedad civil para multiplicar su presupuesto y situarla en el centro de la vida intelectual de Madrid y de España. Al poner en marcha los cursos de verano de El Escorial, arrebató el monopolio que hasta entonces tenía la Menéndez Pelayo, generando divertidas controversias con Ernest Lluch, entonces rector de la santanderina. Como consejero, además de organizar las transferencias educativas, fue responsable de la puesta en marcha de la Universidad Rey Juan Carlos en el sur de Madrid, siguiendo la política de reequilibrio territorial que había iniciado Joaquín Leguina con la Universidad Carlos III. Y en materia de cultura su mayor legado fue la construcción del Auditorio de El Escorial, formidable continente a la espera de contenido.

En sus últimos años, la urgencia que siempre le acompañaba dio paso a la reflexión y al pensamiento. Leo ahora su última carta, donde me decía: “Ese fenómeno inexplicable en que consiste el tiempo es fundamental para la vida de los hombres: estamos, al fin, hechos de tiempo. En política el tiempo es vida o muerte. Corre y nos hace correr hacia una u otra”.

No creo que esperase la muerte, pero, aunque le sorprendiera, siempre parecía estar preparado para afrontarla. Gustavo Villapalos había vivido ya, con intensidad, con pasión y con inteligencia los tiempos de su vida que él mismo se había marcado. Quienes tuvimos el privilegio de compartirlos debemos aprender su lección de vida: lo que hemos recibido debemos devolverlo. Procurar la excelencia solo tiene sentido si es para ponerla al servicio de los demás. Como siempre hizo Gustavo.

Alberto Ruíz-Gallardón fue presidente de la Comunidad de Madrid, alcalde de Madrid y ministro de Justicia.

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