Rabat pasó en cinco meses del desinterés a la irritación con Madrid
El deseo de capitalizar el reconocimiento de la ‘marroquinidad’ del Sáhara por parte de Donald Trump está tras los choques con España y Alemania
El pasado 10 de diciembre, mientras la ministra española de Asuntos Exteriores se encontraba de visita en Israel, el todavía presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reconoció la marroquinidad del antiguo Sáhara español a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas del país árabe más occidental con el Estado judío. La noticia pilló por sorpresa a Arancha González Laya...
El pasado 10 de diciembre, mientras la ministra española de Asuntos Exteriores se encontraba de visita en Israel, el todavía presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reconoció la marroquinidad del antiguo Sáhara español a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas del país árabe más occidental con el Estado judío. La noticia pilló por sorpresa a Arancha González Laya, que se limitó a reiterar la tradicional doctrina española sobre el contencioso: apostar por una solución negociada y mutuamente aceptable en el marco de las resoluciones de Naciones Unidas. Ese mismo día se anunció la suspensión de la RAN (Reunión de Alto Nivel) prevista para una semana más tarde en Rabat, con asistencia de media docena de ministros españoles, encabezados por el presidente.
La suspensión de la cita, primero hasta febrero, luego sine die, se atribuyó a las limitaciones impuestas por la covid-19 en el país vecino, pero pronto quedó en evidencia, aunque el Gobierno español lo negara, el escaso interés de Rabat por fijar una nueva fecha para la cumbre bilateral.
El reconocimiento por parte de Trump, aunque en riesgo tras su derrota ante el demócrata Joe Biden, llevó a Marruecos a multiplicar las presiones para consolidar la aceptación internacional de su soberanía sobre el Sáhara. Tras conseguir que muchos de los países que en su día establecieron relaciones diplomáticas con la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) diesen marcha atrás, el siguiente objetivo era la Unión Europea. Y el primer choque no se produjo con España, sino con Alemania, su mayor obstáculo en el seno de la Unión, presuponiendo la sintonía de París con Rabat.
Con una confusa serie de agravios (la colocación de una bandera saharaui en la asamblea de la ciudad-estado de Bremen, la entrega de documentación de los servicios de inteligencia a un youtuber de origen marroquí o no invitar a Rabat a una reunión internacional sobre Libia), las autoridades marroquíes decidieron dejar de cooperar con la Embajada alemana en Rabat, primero; y llamar a consultas a su embajador en Berlín, después. Aunque es probable que el motivo real fuese el rechazo de Alemania, entonces en la presidencia rotatoria del Consejo de Seguridad de la ONU, al paso dado por Trump en diciembre de 2020.
Si por motivos menores Rabat se enfrentó a la primera potencia económica de la UE, era previsible que lo hiciera con España por acoger al líder del Frente Polisario, Brahim Gali, para ser atendido sanitariamente de una grave afección de la covid, en un momento en que el movimiento saharaui y Marruecos habían roto el alto el fuego que mantuvieron durante tres décadas.
No se avisó a Marruecos
La petición de otorgar acogida sanitaria a Gali se la hizo el jefe de la diplomacia argelina a su homóloga española, Arancha González Laya, aunque la decisión se tomó en La Moncloa, con los reparos del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, y las cautelas de la titular de Defensa, Margarita Robles. No se avisó a Marruecos, que lo tomó como un agravio, y el servicio secreto CNI estuvo al margen de la operación.
El incómodo huésped llegó al aeropuerto de Zaragoza, en un avión de la Presidencia argelina, el 18 de abril. El primer aviso de Marruecos llegó el fin de semana siguiente, cuando 128 inmigrantes irregulares entraron a nado en Ceuta. Fue solo una gota comparada con el chorro que llegaría después.
Según el código de conducta de los países civilizados, España y Marruecos ni siquiera tenían un conflicto hasta el martes, cuando Rabat decidió llamar a consultas a su embajadora en Madrid, lo que es una forma de expresar, en el lenguaje diplomático, malestar o protesta ante el Gobierno anfitrión.
Con Alemania, Rabat siguió ese código. Con España, no. Abrió la espita de la frontera con Ceuta, dejando que 8.000 personas se jugaran la vida —entre ellos, más de 1.500 menores— mientras mantenía el cierre casi completo en Melilla (86 subsaharianos saltaron la valla) o el Estrecho (215 inmigrantes llegaron en patera de Cádiz) y aceptaba la readmisión de 4.000 de sus ciudadanos. Fue una exhibición de su capacidad para crear una crisis interna al Gobierno de Pedro Sánchez, al precio de que al menos un marroquí muriera ahogado mientras intentaba alcanzar la playa de Ceuta.