A la búsqueda de explicaciones en Villanueva de Henares

Un hombre mata a otro de un tiro de escopeta y luego se suicida en un pueblo de Palencia de 19 habitantes

Villanueva de Henares (Palencia) -
La Guardia Civil, este sábado, en el pequeño Villanueva de Henares (Palencia).Juan Navarro

Dos vehículos de la Guardia Civil y una furgoneta del Ayuntamiento de Aguilar de Campoo se citan el sábado por la mañana en la pequeña Villanueva de Henares (Palencia, 19 habitantes). No han pasado aún 24 horas desde que Miguel Ángel Cayón, de 64 años, un recién jubilado con fama de huraño, disparó a Emeterio Gutiérrez, Tellín, de 84, y muy apreciado por los vecinos por su carácter apacible. Tras el crimen, los agentes tomaron el lugar y obligaron a los vecinos a encerrarse. No sabían si el asesino seguía armado y en movimiento. Un helicóptero peinó la zona; intervinieron brigadas espec...

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Dos vehículos de la Guardia Civil y una furgoneta del Ayuntamiento de Aguilar de Campoo se citan el sábado por la mañana en la pequeña Villanueva de Henares (Palencia, 19 habitantes). No han pasado aún 24 horas desde que Miguel Ángel Cayón, de 64 años, un recién jubilado con fama de huraño, disparó a Emeterio Gutiérrez, Tellín, de 84, y muy apreciado por los vecinos por su carácter apacible. Tras el crimen, los agentes tomaron el lugar y obligaron a los vecinos a encerrarse. No sabían si el asesino seguía armado y en movimiento. Un helicóptero peinó la zona; intervinieron brigadas especializadas. Cundía el miedo hasta que los guardias entraron en casa de Cayón y lo hallaron muerto, junto a la escopeta con la que también acabó con su vecino. Entonces comenzó la búsqueda de explicaciones a un crimen del que nadie quiere hablar o acierta a entender. Uno de los guardias desplazados al lugar recurre al socorrido refranero: “pueblo pequeño, infierno grande”.

Son las diez y unas gallinas picotean al sol junto a la carretera mientras un perro, antaño un depredador, bosteza tan pancho en la hierba. Más arriba, la cuadrilla de uniformados y laceros tiene una misión: atrapar a los canes de Cayón. Bregan durante minutos para acorralar a tres animales, de una raza cazadora y algo desnutridos, para darles mejor cuidado. Los múltiples gatos de Gutiérrez maúllan y observan la escena, como custodiando la casa precintada de su amo.

Los pocos habitantes del municipio no comprenden la tragedia. José María Garrido, recién jubilado, mantiene que el acusado era un hombre “arisco, pero no peligroso”. Un cazador, aficionado a la naturaleza pero no tanto a la gente, que rehuía el contacto social. Llevaba un año jubilado tras emplearse en una cercana cementera, vivía solo y no tenía familia aparte de unos primos. Garrido baja la voz al relatar cómo ocurrió el crimen, según la asistenta que cuidaba del anciano y de su hermana, de 90 años. El enérgico y amable Tellín estaba cortando leña en el patio cuando entró su vecino con la escopeta. La asistenta, afectada, narró que ella le estaba llevando chocolate cuando oyó un disparo y vio salir al otro hombre, armado. En el suelo, el cadáver. Al rato acudieron los agentes.

La casa de aquel señor que fue presidente de la junta vecinal cuenta con un huerto en barbecho, varios tocones de madera en la entrada y un gallinero cerrado donde sus inquilinas cloquean. Enfrente, los restos de una cinta blanca y roja que ya ha sido retirada. Varias personas hablan, compungidas, ante la puerta. Educadamente, entre sollozos, declinan manifestarse. Otro caminante, Félix Barcones, con rostro serio y junto a una tapia de piedra, se confiesa anonadado. “Éramos pocos y ahora dos menos”, suspira, antes de despedirse. Villanueva de Henares, ahora con 17 habitantes, perdió el viernes el 10,5% de su población.

Los agentes desplegados se temieron un Puerto Hurraco, en memoria de aquellos nueve asesinatos, motivados por una venganza, hace 31 años en la provincia de Badajoz. No fue así, pero el drama y los interrogantes son los mismos. Dos mujeres de Villanueva, que piden discreción, definen al asesino como “raro” o “algo siniestro”, aunque formal con ellas, y apuntan que había recibido varias denuncias por desatender a sus perros, hasta que se le retiraron varios. Había discutido recientemente con otro vecino, añaden. Todo se acaba sabiendo en sitios donde casi todo el mundo tiene vínculos familiares.

Una furgoneta con dos ocupantes se detiene en la calle para charlar con otra vecina, calzada con unas zapatillas de estar por casa. Ninguno quiere dar su nombre porque “todos se conocen” y las simpatías no siempre coinciden. De Miguel Ángel dicen que “venía del trabajo, se encerraba y ni saludaba”; de la víctima, que era afable y les llamaba “majos” cuando los veía por Villanueva. Que un hombre “introvertido” que quería pasar “desapercibido” haya asesinado a alguien tan apreciado les resulta totalmente inesperado. Ellos no oyeron el disparo: justo en ese momento estaban arrancando el tractor en unas tierras, pateadas por las vacas, desde donde se ve la nieve de la cordillera. Una empleada de la gasolinera de Aguilar destaca que Cayón era muy locuaz en esa cafetería, pero su carácter cambiaba al regresar al pueblo.

El tiempo se ha detenido allá donde suele reinar la calma. El crimen divide a la población entre quien se atreve a conversar y entre quienes evitan pronunciarse, como un hombre que pasea junto a la iglesia, del siglo XVI, cercana a unos columpios y un tobogán en desuso. La Policía científica, aún por llegar, tratará de arrojar más luz sobre las muertes de Tellín y Miguel Ángel. El vecino José María Garrido plantea, triste, el clásico “a veces se cruzan los cables” y esboza una conclusión con la que se intenta explicar aquello que, en el fondo, sabe que no tiene razón de ser: “La vida”.

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