Toraja, el lugar de Indonesia donde los muertos conviven con sus familias
Ubicado en el corazón de la isla de Sulawesi, en Tana Toraja los fallecidos esperan en la casa familiar durante años a que se celebre un gran funeral. Unos entierros que duran días, congregan a centenares de invitados y se han convertido en motor de su economía
Cuando me dijeron que íbamos al entierro de una abuela que llevaba 10 años muerta, pero “conservada” en la vivienda familiar, pensé que no iba en serio. Pero sí. Estábamos invitados a un funeral con visos de ser una gran fiesta, más que una boda o un nacimiento. Cuando alguien fallece en Toraja, no se le entierra de inmediato. Hay que esperar a reunir el dinero necesario para dar cobijo y comida a familiares y vecinos durante tres días. Una espera que a veces dura años, hasta 10, 15 o más, con el muerto en el desván o en la habitación de al lado.
Esto ocurre en Toraja, o Tana Toraja. Un enclave situado en el corazón de Sulawesi, o Célebes: una isla de Indonesia tan retorcida y recortada que se pensaba que era, no una isla, sino un archipiélago; todavía en manuales de geografía no tan antiguos aparece como “islas Célebes”, en plural. Estuvieron aislados del mundo hasta el siglo XX. Sulawesi es una isla bastante grande. De punta norte a punta sur hay que pechar con más de 2.000 kilómetros de carretera, tres días en coche. El país Toraja se cobija en las montañas hacia el sur (to riaja significa “hombres de las montañas”), a una jornada por carretera desde el pequeño aeropuerto de Macasar, en el extremo sur de la isla.
El camino de Macasar a Tana Toraja requiere un día entero, y un tubo de pastillas para el mareo, por las curvas incansables. Alivia un tanto el paisaje montañoso, los campos de arroz, aterrazados a veces, los minúsculos poblados de la etnia bugi, donde el tiempo parece haberse apeado de motos y camionetas para quedar detenido en guiños atávicos. El punto ideal para explorar Toraja es Rantepao. Allí hay hoteles y servicios, y agencias turísticas que se aprestan a alertar a los forasteros de dónde y cuándo va a tener lugar algún funeral.
No es para menos. Un funeral cambia el perfil y el pulso del lugar. Son cientos, a veces más de un millar, los invitados. Algunos parientes tienen que desplazarse desde otros continentes. Y para alojar y alimentar a todos se construyen, con madera y bambú, unas estructuras abiertas (tongkonan) que sirven como dormitorios y comedores, separados los de hombres y mujeres. Acoplados en esterillas y cojines, se les sirve carne y arroz en hojas de palma, acompañados con vino de palma, té o café.
A las afueras del pueblo se instalan las cocinas y lo más duro de ver (y oler): el matadero de búfalos y cerdos. Según el estatus de la familia en cuestión, se llegan a abatir cincuenta, setenta, cien búfalos. La hecatombe y la sangre corriendo a ríos, los pellejos desollados y trozos descuartizados de búfalos, los cerdos chamuscados, el olor a vísceras y a muerte… no es una visión para todos los estómagos. Los invitados también contribuyen (como en las típicas bodas occidentales), con dinero si vienen de lejos, o aportando animales, arroz y víveres si son vecinos. Los funerales son un motor de la economía, y la hacienda pública planta un tabanco a la entrada del pueblo para registrar el valor de regalos y ofrendas.
Los ritos funerarios comienzan en el momento mismo del óbito. Para los toraja la persona que fallece no está muerta, sino makula, “enferma”. Y hasta el momento de ser sepultada permanecerá en una “habitación de sombra” dentro de la casa, durante meses o años. Para “embalsamar” el cadáver no se le extraen las vísceras, simplemente se le lava, se le unge con vinagre y hierbas aromáticas, y se le “abriga” con muchas capas de ropa que puedan absorber los fluidos del cuerpo. Hasta que llegue el momento de regresar al puya, el mundo de las almas. El animismo impregna el aluk to dolo (“camino de los ancestros”), que es como se llama su peculiar credo. En 1965 el Gobierno indonesio publicó un decreto por el que había que adscribirse a alguna de las seis religiones reconocidas; el 87% de los indonesios son musulmanes, el 11% son cristianos (protestantes o católicos), y las creencias animistas de los toraja fueron legalizadas como una secta del hinduismo.
Los funerales, o sea, el momento del sepelio, duran tres días. Entonces se llevan a cabo vistosas procesiones y otros ritos. Finalmente, se conduce el féretro con el difunto a su lugar de reposo. No es un hoyo en la tierra, sino una cavidad en una cueva, como la muy célebre del pueblo de Londa, o en un acantilado, como en el pueblo de Lemo, uno de los más sorprendentes. Porque en la faz exterior del escarpe, en unos balcones tallados en la roca, colocan un tau tau o muñeco de madera que reproduce con la mayor fidelidad posible los rasgos del difunto. Asomadas a la baranda del balcón, las efigies de los muertos, vestidas con las ropas, sombreros o gafas que les pertenecieron, parecen contemplar el espectáculo de la vida.
El caso de los niños es diferente. Si han fallecido antes de que les salgan los dientes o rompan a hablar, son “enterrados” en el tronco de un “árbol de la vida” (tarrá), en huecos tapados con hojas de palma. Pueden verse algunos de estos árboles sagrados en el pueblo de Kambira. Cada tanto, cuatro o cinco años, tiene lugar otro curioso ritual, el ma’nene. Es como un segundo funeral, esta vez sin mayores dispendios. Acuden al lugar donde están sepultados sus familiares, limpian y atusan a las momias, las peinan, les cambian si es preciso la ropa y les ponen al tanto de lo acontecido en la aldea en su ausencia.
Al margen de estas costumbres funerarias, los pueblos del país Toraja tienen otros grandes atractivos, como su arquitectura o su artesanía. De hecho, para entrar en alguno de los más notables hay que pagar (unos dos euros por persona). Al sur de Rantepao están los mencionados Lemo o Kambira; al norte, vale la pena visitar Bori, Batutumonga o Palawa, el más espectacular.
Allí las casas tradicionales se alinean a orillas de la calle principal, con sus techos retorcidos y alzados, como la proa de un barco, o los cuernos de un búfalo. Las maderas están profusamente decoradas con pinturas, motivos geométricos o figuras de gallos (las peleas de gallos siguen siendo muy populares, aparte de ilegales). En el frontis de la casa se apila una columna de cuernos de búfalo; solo está allí la cornamenta de animales sacrificados ritualmente, lo cual pregona el poderío económico de la familia. Como un remedo de las viviendas, hay también pequeños hórreos o graneros para almacenar el arroz, su principal cultivo.
El colorido de las pinturas de casas y graneros parece contagiarse a los tejidos de algodón. En el pueblo Sa’dan To Barana puede verse a las mujeres hilando y tejiendo con rústicos telares de mano en el porche de sus casas. Además de tejidos, algunos poblados ofrecen tallas de tau tau y otros objetos de artesanía. El turismo es incipiente, pero imparable. Hay que celebrar la muerte, pero la vida sigue.