EDITORIAL

No solo la paz

Cualquier acuerdo sobre el futuro de Afganistán pasa por el respeto de los derechos humanos

Combatientes talibanes, en la provincia de Nangarhar en 2018.Rahmat Gul (AP)

El acuerdo entre EE UU y los talibanes para una retirada de Afganistán tras 18 años de guerra representa el principio de un incierto proceso que puede lograr algo que este país, destrozado por cuatro décadas de conflictos, necesita más que cualquier otra cosa: la paz. Sin embargo, no hay nada garantizado porque para que la tregua, que se mantiene con alfileres, se convierta en un tratado de paz duradero necesita el acuerdo de las facciones afganas. Por ahora, la división es abismal, incluso dentro de los políticos que desean construir un Afganistán democrático.

Un tratado de largo alien...

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El acuerdo entre EE UU y los talibanes para una retirada de Afganistán tras 18 años de guerra representa el principio de un incierto proceso que puede lograr algo que este país, destrozado por cuatro décadas de conflictos, necesita más que cualquier otra cosa: la paz. Sin embargo, no hay nada garantizado porque para que la tregua, que se mantiene con alfileres, se convierta en un tratado de paz duradero necesita el acuerdo de las facciones afganas. Por ahora, la división es abismal, incluso dentro de los políticos que desean construir un Afganistán democrático.

Un tratado de largo aliento necesita, además, un apoyo activo de la comunidad internacional, tanto económico como diplomático. El acuerdo, firmado el 28 de febrero en Doha, insta a los talibanes a no albergar a ningún grupo terrorista, como hicieron con Al Qaeda, y a iniciar una negociación, aunque en términos muy poco concretos y con pocas posibilidades de imponer nada si convierten el pacto en papel mojado. Los precedentes invitan al pesimismo: cuando se retiraron los soviéticos en 1989, estalló una guerra civil que destruyó el país y fue la que llevó a los talibanes al poder.

Cerca de 3.500 civiles han muerto cada año en esta última guerra afgana, que se prolonga desde septiembre de 2001, cuando Estados Unidos, apoyado por la Alianza del Norte, lanzó una ofensiva para desalojar a los talibanes, que albergaban a Osama Bin Laden. La conquista de Kabul fue rápida, pero significó en realidad un repliegue táctico de la milicia radical. Comenzó entonces una guerra que ninguna de las partes ha sido capaz de ganar, pero tampoco de perder. El precio pagado por la población civil ha sido espeluznante, aunque se han producido algunos leves avances, como en la situación de la mujer.

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Afganistán se ha convertido ya en la guerra más larga que ha combatido EE UU, superando a Vietnam, y la retirada puede ser interpretada como una decisión motivada por la política interna, tomada por un presidente aislacionista como Donald Trump. En este caso significaría abandonar a los afganos a su suerte y abrir la posibilidad de que los talibanes, una vez que se hayan ido las tropas internacionales, lancen una ofensiva para imponer de nuevo el mismo régimen brutal que instauraron en los noventa. Sería un tremendo error porque el país volvería a convertirse en un foco de inestabilidad global y un agujero negro en materia de derechos humanos.

El futuro de Afganistán pasa por la paz, pero también por los derechos de todos sus habitantes: los talibanes sometieron a las mujeres a un régimen atroz. Sin su participación activa en cualquier proceso de paz, que garantice sus derechos, Afganistán no tendrá un futuro justo y dos décadas de intervención internacional no habrán servido para nada.

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