Columna

Quien no escucha no dialoga

Como ha sucedido antes en nuestra historia, hay demasiada gente interesada en que nada se resuelva porque está en juego su supervivencia política y financiera

Diego Mir

La palabra “diálogo” hace tiempo que funciona como un eufemismo de monólogos yuxtapuestos, un género abundante que tiene más que ver con la charlatanería de tantas tribunas mediáticas o políticas, instaladas en esa guerra de trincheras en la que hablamos sólo a nuestra parroquia con el objetivo de reforzar el vínculo emocional con la tribu. En el diálogo, por el contrario, no se trata tanto de llevar razón como de ofrecer razones, y tratar así de convencer o persuadir al otro al tiempo que aceptamos ser convencidos. Para ello, lo primero es siempre el reconocimiento de la otra parte, y aquí el...

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La palabra “diálogo” hace tiempo que funciona como un eufemismo de monólogos yuxtapuestos, un género abundante que tiene más que ver con la charlatanería de tantas tribunas mediáticas o políticas, instaladas en esa guerra de trincheras en la que hablamos sólo a nuestra parroquia con el objetivo de reforzar el vínculo emocional con la tribu. En el diálogo, por el contrario, no se trata tanto de llevar razón como de ofrecer razones, y tratar así de convencer o persuadir al otro al tiempo que aceptamos ser convencidos. Para ello, lo primero es siempre el reconocimiento de la otra parte, y aquí el acto de escuchar es tan importante como el de hablar: quien no escucha no merece el reconocimiento de ser escuchado.

Esta semana tuve la oportunidad de asistir a un diálogo entre el exministro socialista Carlos Solchaga y el exconsejero de Economía de la Generalitat, Andreu Mas-Colell. Las características del encuentro, con interlocutores libres de consignas de partido, argumentarios, eslóganes o frases hechas, permitieron un intercambio racional, planteándose los problemas con franqueza y desde un interés genuino por entenderse. Nos mostró, además, que hay dos tipos ideales de deliberación política: la auténtica, desgraciadamente restringida a momentos aislados y en la que participa gente prudente y con experiencia en la política, quizá con planteamientos radicales, pero dispuesta a argumentar y escuchar desde el principio de realidad; y esa otra deliberación que no es tal, pues responde al rabioso paradigma populista, emergiendo cainita y vengadora desde el submundo de las redes al amparo de un tacticismo simplista y contingente.

Porque hace tiempo que el debate sobre Cataluña está enfangado en clichés: que el conflicto político pasa por una solución única; que toda acción del Estado debe centrarse únicamente en responder al independentismo, o que cualquier diálogo debe aceptar la lógica de la transmisión de poder frente a la amenaza perpetua de la separación. Y lo cierto es que hay otros espacios, incluso otros políticos que, como señaló Solchaga, “no están en activo, pero no están muertos”, con muchas cosas que decir y aportar. En tiempos de incertidumbre, quizás sea bueno volver a los clásicos, pero por desgracia, y como ha sucedido antes en nuestra historia, hay demasiada gente interesada en que nada se resuelva porque está en juego su supervivencia política y financiera. Hacen cierta la máxima de que, para orientarnos en esta crisis, la distinción que mejor funciona es entre los del cuanto peor mejor y quienes buscan arreglar las cosas, aunque puedan equivocarse. Fíjense, porque de eso va la cosa.

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