Columna

Democracias a balazos

Aunque América Latina registre períodos de prosperidad macroeconómica seguirá padeciendo la lacra de los gobernantes milagreros, abundantes cuando el electorado procesa desencanto e ignorancia

Imágen de archivo en la que unos agentes recogen el cuerpo de un hombre asesinado en Natal (Brasil).VITOR MORIYAMA

Afortunadamente, el decreto de Bolsonaro que facilitaba la tenencia de armas de fuego fue derrotado en el Senado por algo parecido a la sensatez. La orden presidencial revela hasta qué punto la consolidación de la democracia en América Latina y el apego de sus ciudadanos al Estado de derecho pasan por la drástica disminución de la delincuencia e impunidad, primas hermanas del populismo y el desgobierno. Son los grandes problemas de un subcontinente escasamente comprometido con el respeto al prójimo, contaminado por virus culturales muy arraigados.

Los niveles de inseguridad y violencia ...

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Afortunadamente, el decreto de Bolsonaro que facilitaba la tenencia de armas de fuego fue derrotado en el Senado por algo parecido a la sensatez. La orden presidencial revela hasta qué punto la consolidación de la democracia en América Latina y el apego de sus ciudadanos al Estado de derecho pasan por la drástica disminución de la delincuencia e impunidad, primas hermanas del populismo y el desgobierno. Son los grandes problemas de un subcontinente escasamente comprometido con el respeto al prójimo, contaminado por virus culturales muy arraigados.

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Los niveles de inseguridad y violencia metropolitanos son tan corrosivos que detraen recursos, lastran inversiones e impiden el afianzamiento del pluralismo en libertad. La solución no pasa por la venta de pistolas sino por la construcción de sociedades que equilibren las abismales diferencias entre los de arriba y los de abajo. Aunque esa cimentación es improbable a medio plazo, no hay otra vía para evitar el fracaso de los cíclicos programas oficiales contra la inseguridad concebidos por oleadas de políticos miopes.

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El miedo es un problema de Estado en Latinoamérica: miedo al asalto callejero, a la violación, al secuestro, a la extorsión, al taxista, a la noche. Independientemente de los asociados al narcotráfico y a las secuelas del terrorismo guerrillero y paramilitar, la comisión de delitos galopa en los países donde casi el 50% de sus habitantes vive en la pobreza, bajo administraciones incapaces de avanzar en la lucha contra el hampa y el saqueo de las arcas públicas.

La mayoría de los delincuentes nace en familias desestructuradas, vela armas en barrios insalubres y llega a la adolescencia sin distinguir entre el bien y el mal. Las migraciones interiores y la desorganizada urbanización, sin empleo ni servicios, aceleraron los guetos y pandillas en Tegucigalpa, Caracas, San Salvador, Acapulco, Río de Janeiro, San Pedro Sula, México, Guatemala, Manaos, Cali o Tijuana.

El subcontinente concentra el 8% de la población mundial, y el 33% de sus asesinatos. La desconfianza es sintomática: apenas el 10% de los delitos es denunciado, se investiga el 7% y un tercio de esa pequeñez pasa al olvido. La delincuencia responde a fallos sociales e institucionales que el populismo quiere resolver pervirtiendo las estructuras de Estado con la expedición de licencias para matar.

Aunque América Latina registre períodos de prosperidad económica, a remolque del precio de las materias primas, seguirá padeciendo la lacra de los gobernantes milagreros, abundantes cuando el electorado procesa desencanto e ignorancia. Sus democracias serán frágiles mientras no se gradúen en pacifismo y decencia. La impaciencia política no es el camino. Cada legislatura busca resultados rápidos cuando la probidad y el respeto son platos de cocción lenta que se sirven maridando el crecimiento del PIB con la libertad y la justicia.

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