Palabras que manchan

Al definir al adversario como enemigo de la democracia conviertes a sus votantes en cómplices de una aberración

DIEGO MIR

¿Qué sucede cuando los políticos utilizan el lenguaje de forma mecánica y torticera, ideando fórmulas de escarnio que funcionan como un golpe bajo al adversario? ¿Qué pasa cuando desprecian tan sectariamente la creación de vínculos sociales y confianza para la ciudadanía? Las palabras dejan de utilizarse como medio de comunicación y se transforman en mero instrumento, en arma arrojadiza al servicio del poder. El resultado trasciende la puesta en circulación de un puñado de hechos falsos. La glorificación del engaño regresa como vieja forma de dominio, imponiendo la lógica tribal como sustituto...

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¿Qué sucede cuando los políticos utilizan el lenguaje de forma mecánica y torticera, ideando fórmulas de escarnio que funcionan como un golpe bajo al adversario? ¿Qué pasa cuando desprecian tan sectariamente la creación de vínculos sociales y confianza para la ciudadanía? Las palabras dejan de utilizarse como medio de comunicación y se transforman en mero instrumento, en arma arrojadiza al servicio del poder. El resultado trasciende la puesta en circulación de un puñado de hechos falsos. La glorificación del engaño regresa como vieja forma de dominio, imponiendo la lógica tribal como sustituto de la legítima competición partidista.

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Que Casado diga a Sánchez que “prefiere las manos manchadas de sangre a las manos pintadas de blanco” implica que la mentira ya no es la línea roja que definía, aun tibiamente, los límites de la política en democracia, donde los medios estructuraban los fines. La difamación explícita se convierte en un instrumento al servicio de un fin: cohesionar a “los tuyos” y evitar así las “fugas” de las que hablan los estudios demoscópicos. Nuestros bisoños contendientes de la derecha tienen pánico a abrir su discurso a otras sensibilidades, no vaya ser que su núcleo duro se deshaga como un azucarillo. El objetivo no es sumar a los que no están, sino radicalizar a los que quedan para evitar que se vayan.

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Los bloques aseguran que el discurso no se abra a los discrepantes, y aunque todos los candidatos juegan a eso, la equidistancia en la atribución de responsabilidades es tramposa, y muy preocupante cuando habla de culpas y traiciones. Acusar al presidente de connivencia con el terrorismo, como hace Casado, o sacarlo del constitucionalismo, como quiere Rivera, implica demonizar al adversario y colocarlo al otro lado de la trinchera. Aquí, los demócratas; allí, los infames y quienes les apoyan. Es, de nuevo, un problema de inseguridad identitaria. Ambos, Casado y Rivera, pretenden definirse desde la dignidad de sus principios nacionales —la Constitución como esencia, orden y nación— definiendo a la oposición como algo abyecto.

Populistas, terroristas, independentistas… La insistencia en el eslogan encuadra al oponente frente a los verdaderos demócratas, los ciudadanos de bien, los cristianos viejos. Pero estas asociaciones dicen más de la ansiedad de quien las formula que de la propia realidad. Y no son gratuitas. Al definir al adversario como enemigo de la democracia conviertes a sus votantes en cómplices de una aberración, y no en ciudadanos con legítimas opiniones políticas. Y eso, guste o no a sus asesores de campaña, puede ser eficaz, pero es al menos tan abyecto como aquello que denuncian con tanta saña. Dejen de tomarnos el pelo.

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