Columna

El gran experimento

Han sido dos meses de terapia colectiva para Francia. Está por ver si habrá catarsis

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante una reunión del Claude Paris (AP)

Esta semana ha terminado en Francia un experimento fascinante: el llamado Gran Debate Nacional. Con su popularidad cayendo en picado por la crisis de los chalecos amarillos, el presidente Macron, siempre criticado por gobernar sin escuchar, dio un volantazo y llamó a sus compatriotas a expresarse. Durante dos meses han podido plantear sus quejas y propuestas al Elíseo a través de intermediarios locales, alcaldes o directamente en Internet.

Cierto es que los temas venían acotados desde el Gobierno —impuestos, medio ambiente, organización del Estado y gobernanza—, lo cual para al...

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Esta semana ha terminado en Francia un experimento fascinante: el llamado Gran Debate Nacional. Con su popularidad cayendo en picado por la crisis de los chalecos amarillos, el presidente Macron, siempre criticado por gobernar sin escuchar, dio un volantazo y llamó a sus compatriotas a expresarse. Durante dos meses han podido plantear sus quejas y propuestas al Elíseo a través de intermediarios locales, alcaldes o directamente en Internet.

Cierto es que los temas venían acotados desde el Gobierno —impuestos, medio ambiente, organización del Estado y gobernanza—, lo cual para algunos viciaba la consulta. Pero ha sido un ejercicio inédito en un país de tradición tan vertical como Francia. Y va a aportar mucha información, porque hay que analizar 10.300 reuniones y un millón y medio de aportaciones en la Red.

Macron ha asistido a muchos de esos debates interminables —seis horas algunos— desplegando sus dotes de oratoria, con camisas impolutas remangadas. La cuestión es que nadie dudaba de su capacidad de análisis: su problema siempre ha sido de bajar a la tierra, pisarla y sentirla. Hace unos días pidió a sus ministros “más propuestas rock and roll”. Que le dieran algo rápido, efectista, que se entendiera.

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Los escépticos ven la iniciativa como una operación de comunicación que se concretará en bien poco; los afines creen que el presidente ha sido valiente, que no tenía por qué meterse en semejante jardín. Los sociólogos encargados de garantizar la transparencia del debate corroboran lo que ya se sospechaba: el país vive una polarización creciente. Han participado sobre todo los votantes de Macron —una Francia urbana, favorecida, y muchos jubilados—, y sus mayores detractores. El eje tradicional izquierda-derecha ha dejado paso a ciudadanos que apoyan (mucho o poco) al presidente frente a quienes empatizan con los chalecos amarillos. Ya no se habla de la France d’en haut y la France d’en bas, sino de aquellos que tienen expectativas de futuro y aquellos que no, de los que aún confían en la política y los antisistema.

A los tecnócratas gaullistas de los años sesenta se les percibía como trabajadores de los asuntos comunes. Hoy los franceses en su mayoría reprochan a sus gobernantes que no se ocupen de lo público. Como explica el filósofo e historiador Marcel Cauchet, la democracia francesa ha vivido especialmente mal el giro liberal de los años ochenta porque de todas las grandes democracias es la que espera más de los poderes públicos y la que más cree en la eficacia de la política. Ahora el problema no es el principio democrático sino cómo hacerlo funcionar, cómo llevarlo a la práctica.

Han sido dos meses de terapia colectiva. Está por ver si habrá catarsis.

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