Columna

Democracias militantes

Mientras esté dentro del marco constitucional, ninguna iniciativa política debería ser ubicada 'extramuros' de lo constitucionalmente admisible

Un cartel de Santiago Abascal, presidente de VOX, pegado en la puerta de un local comercial de El Ejido.PACO PUENTES

España no es una democracia militante. No lo es por dos razones. La primera porque nuestra Constitución no blinda su reforma con una claúsula de intangiblidad que preserve los elementos nucleares sobre los que se asienta nuestro pacto constitucional. Sí lo hace Alemania, en lo que afecta a la configuración del Estado federal como social y democrático de Derecho, y Francia, en la forma republicana. La segunda razón tiene que ver con que nuestro ordenamiento tampoco ha contemplado, a juicio del Tribunal Constitucional, un modelo “en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión ...

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España no es una democracia militante. No lo es por dos razones. La primera porque nuestra Constitución no blinda su reforma con una claúsula de intangiblidad que preserve los elementos nucleares sobre los que se asienta nuestro pacto constitucional. Sí lo hace Alemania, en lo que afecta a la configuración del Estado federal como social y democrático de Derecho, y Francia, en la forma republicana. La segunda razón tiene que ver con que nuestro ordenamiento tampoco ha contemplado, a juicio del Tribunal Constitucional, un modelo “en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución”. A pesar de la claridad con la que esta idea ha estado presente en nuestra cultura política, las elecciones en Andalucía y la complejidad de la cuestión catalana están dando lugar a reacciones, poco meditadas, que se alejan de dicha construcción constitucional.

La configuración de España como una democracia no militante hace difícil dar por buena una propuesta conducente a la expulsión del perímetro de lo políticamente aceptable a fuerzas políticas de reciente implantación parlamentaria (por muy rechazable que resulte su programa), sin constatar que hayan adoptado medidas para hacer realidad sus propuestas obviando la Constitución y sus procedimientos de reforma. Lo propio cabría decir de algunas declaraciones favorables a la ilegalización de partidos independentistas sin probar previamente actuaciones (no solo pronunciamientos) que vulneren los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de mandatos constitucionales. Mientras nada de esto ocurra, ninguna iniciativa política debería ser ubicada extramuros de lo constitucionalmente admisible. De hecho, es el propio marco constitucional el que actúa como protección, como “la primera garantía de que todo es posible por vía pacífica, en el marco y conforme a las reglas de las instituciones democráticas”. Son palabras de don Juan Carlos I pronunciadas el 9 de diciembre de 1989. No hablaba, claro está, de partidos de derecha radical. Se refería, entonces, a partidos independentistas en un momento, por cierto, algo más difícil que el actual.

Traigo estas reflexiones a colación porque me preocupa, más allá de las cuestiones que la suscitan, que caigamos ahora en la tentación de proteger nuestro sistema político con iniciativas que lo alejan de la concepción con la que fue diseñado. No creo que nuestra democracia mejore por ilegalizar partidos, ni por ponerlos en cuarentena. Detrás de esos partidos hay ciudadanos que, al depositar su confianza en programas con propuestas de ruptura y conflicto, nos advierten de la rapidez con la que se está deteriorando el consenso sobre el que se construyó nuestro pacto de convivencia. No miremos al dedo cuando nos están señalando la luna. Tratemos de entender por qué ocurre para saber cómo hacerle frente.

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