Columna

La semilla

Incluso un líder que no tenga de partida ideas antiinmigración puede terminar virando ante las presiones internas de su partido

Mitin de Vox en Madrid el pasado domingo.Manu Fernandez (AP)

El año 2006 fue desastroso para Mark Rutte. El candidato del Partido Popular de Países Bajos (VVD) había sido elegido en unas primarias muy reñidas contra Rita Verdonk, del ala más derechista del partido, y confiaba en sus posibilidades. Auto-definido como un liberal clásico, en su campaña hizo una apuesta decidida por menos burocracia, un país abierto al talento y un crecimiento económico sostenible. Para su desgracia, no tuvo buena acogida en las urnas. El VVD perdió la elección y no fue socio del gobierno de coalición subsiguiente, su número dos ganó más votos preferenciales que él y el Par...

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El año 2006 fue desastroso para Mark Rutte. El candidato del Partido Popular de Países Bajos (VVD) había sido elegido en unas primarias muy reñidas contra Rita Verdonk, del ala más derechista del partido, y confiaba en sus posibilidades. Auto-definido como un liberal clásico, en su campaña hizo una apuesta decidida por menos burocracia, un país abierto al talento y un crecimiento económico sostenible. Para su desgracia, no tuvo buena acogida en las urnas. El VVD perdió la elección y no fue socio del gobierno de coalición subsiguiente, su número dos ganó más votos preferenciales que él y el Partido de la Libertad de Wilders emergió a su costa. Se consideró que su apuesta había sido demasiado izquierdista.

Esto hizo que Rutte empezara a moverse a posiciones más críticas con la inmigración, ligándola a la erosión del Estado de bienestar de Países Bajos. Las elecciones europeas de 2009, en las que la extrema derecha ganó de la nada cuatro eurodiputados, aún aceleró más este movimiento ante el alud de críticas internas a su líder. De ahí que para 2010 el VVD ya hubiera incorporado las líneas maestras de un programa chauvinista para el Estado del bienestar. Propuestas a favor de la redistribución, pero circunscritas a los considerados nacionales. El gran punto ciego de cualquier principio de solidaridad: que no fija cuál es la comunidad de referencia. Sobre esa base, tras las elecciones, se formaría el nuevo gobierno de coalición que encabezó con los cristianodemócratas y el apoyo externo del Partido de la Libertad.

Este dilema muestra a las claras lo que implica la emergencia de rivales extremistas en el campo de la derecha. Incluso un líder que no tenga de partida ideas antinmigración puede terminar virando ante las presiones internas de su partido y una acumulación de derrotas electorales. Lo hemos visto en países como Austria, Suiza o Dinamarca. Pero no es algo que concierna exclusivamente a liberales o conservadores. Los partidos populistas de extrema derecha, que aspiran a construir una coalición entre clases obreras y medias agrupada en torno a la identidad, tienen gran capacidad de tracción. Hasta los socialdemócratas suecos, en la pasada campaña electoral, endurecieron sus propuestas políticas sobre la acogida de refugiados.

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En este contexto, los partidos tradicionales siguen sin saber qué hacer ante el auge de la extrema derecha. El dilema parece imposible: el cordón sanitario les hace capitalizar la oposición, pero incorporarlos al Gobierno promociona sus agendas. Pero, incluso así, existe un paso previo. Su fuerza creciente hace imposible ignorarlos en la contienda electoral y su capacidad de filtración es tan potente que no tardan en plantar su semilla dentro de otros partidos. Es entonces cuando queda claro por qué van ganando.

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