Banderas y cruces

La inundación de los espacios públicos con consignas y símbolos políticos excluyentes es la antesala del totalitarismo

Un ciudadano con una bandera estelada cruza la plaza Sant Jaume con banderas españolas. Un ciudadano con una bandera estelada colgada del cuello cruza la plaza Sant Jaume con banderas españolas. © ALBERT GARCÍA

Mediados de los ochenta. Unos amigos de Bilbao vienen a Madrid a ver la final de la Copa del Rey contra el Atlético de Madrid. Cuando la alegre muchachada con sus caras pintadas y sus ikurriñas alcanza el cruce de la calle de Goya con Alcalá, un grupo de unos diez o quince individuos les sale al paso con el brazo alto y al grito de “terroristas” los pone en fuga lanzándoles las papeleras de las farolas.

Años más tarde, un chaval de Madrid baja al campo de fútbol de un pequeño pueblo del Pirineo catalán con una camiseta de la selección española y un balón a ver si encuentra amigos con lo...

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Mediados de los ochenta. Unos amigos de Bilbao vienen a Madrid a ver la final de la Copa del Rey contra el Atlético de Madrid. Cuando la alegre muchachada con sus caras pintadas y sus ikurriñas alcanza el cruce de la calle de Goya con Alcalá, un grupo de unos diez o quince individuos les sale al paso con el brazo alto y al grito de “terroristas” los pone en fuga lanzándoles las papeleras de las farolas.

Años más tarde, un chaval de Madrid baja al campo de fútbol de un pequeño pueblo del Pirineo catalán con una camiseta de la selección española y un balón a ver si encuentra amigos con los que jugar. “Con esa camiseta, no”, le dicen los chavales de allí, así que se sube a casa y se la quita. Unos días más tarde, al culminar la ascensión a la Pica d’Estats, la cima más alta de Cataluña, un grupo de excursionistas posa anudando una estelada a la cruz de la cima. Minutos más tarde, otro grupo repite idéntico gesto con una bandera española. El observador de la escena musita: “Las montañas no son de nadie, nosotros somos de las montañas”.

Otra escena. En el aula del colegio electoral hay un crucifijo en la pared. Está colocado detrás de la presidenta de la mesa, de tal manera que su presencia es ineludible para el votante. Un ciudadano inquiere a la presidenta si le parece adecuado que en un aula de votación haya signos religiosos correspondientes a una fe cuyos gestores han manifestado en multitud de ocasiones su opinión contraria a numerosas reformas legislativas que conciernen a sus derechos personales. La respuesta es: “Nadie más se ha quejado”.

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Y de ahí a las playas llenas de cruces amarillas, que invaden un espacio público para hacer una manifestación política, las farolas en las que se anudan los lazos amarillos o el largo etcétera de espacios públicos ocupados por el independentismo. Unos sostienen que poner las cruces es un acto de libertad y retirarlas un acto de represión. Pero otros afirman que ponerlas supone una apropiación del espacio público y que retirarlas es un acto de liberación.

Una mala mezcla, la de banderas y cruces, en un país donde predominan los celosos con la libertad de uno y escasean los tolerantes con la de los demás. La inundación de los espacios públicos con consignas y símbolos políticos excluyentes es la antesala del totalitarismo. @jitorreblanca

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