Columna

Superabuelas

Martillea cada mañana mi conciencia al oír un anuncio radiofónico en el que una hija le agradece a su madre los cuidados de toda su vida

Cortesía de Joseba Muruzábal.

Una mañana de febrero de va a hacer 11 años, tres días después de enterrar a mi padre al poco de jubilarse, fui a buscar a mi madre, viuda a los 65, para sacarla a desayunar fuera antes de irme al trabajo. Como yo no podía ni con mi cuerpo ni con mi espíritu y se me caían la casa y el mundo encima, pensaba que, así, apartándola un rato del nido vacío, le aliviaba el duelo y de paso mi mala conciencia de hija mayor que nunca rompió el cordón del todo. Qué mala es la soberbia. Llegué pronto, se me fueron los ojos al balcón de mi infancia y me dio tal vuelco el corazón roto que acabó de pulverizá...

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Una mañana de febrero de va a hacer 11 años, tres días después de enterrar a mi padre al poco de jubilarse, fui a buscar a mi madre, viuda a los 65, para sacarla a desayunar fuera antes de irme al trabajo. Como yo no podía ni con mi cuerpo ni con mi espíritu y se me caían la casa y el mundo encima, pensaba que, así, apartándola un rato del nido vacío, le aliviaba el duelo y de paso mi mala conciencia de hija mayor que nunca rompió el cordón del todo. Qué mala es la soberbia. Llegué pronto, se me fueron los ojos al balcón de mi infancia y me dio tal vuelco el corazón roto que acabó de pulverizárseme. Ahí estaba mi madre, en manga corta a seis grados, acuclillada en el voladizo de un octavo piso, limpiando la barandilla con un trapo con el que se podrían hacer gasas de quirófano de tan relimpio. Su réplica a mi bronca cuando bajó a la cafetería a la hora en punto arreglada como para ir de visita me puso definitivamente en mi sitio: “Hija, la terraza estaba sucia, tu padre no va a volver nunca y así me entretengo”.

Recordaba una tan inapelable sentencia ayer mismo al ver las abuelas de pueblo que pinta un artista gallego haciendo levitar patatas, limpiando cristales colgadas cual mujeres araña, o acarreando piedras a la chepa cual Obelisas celtas. La evocaba al mirar a un grupo de ancianas comer a mi vera un menú del día vestidas como pinceles repartiéndose la lotería muertas de la risa por si les tocaba la pedrea. Martillean en fin cada mañana esas palabras mi conciencia al oír un anuncio radiofónico en el que una hija le agradece a su madre los cuidados de toda su vida regalándole por Navidad una medalla de teleasistencia para que no muera sola. Mi madre, las superabuelas galaicas, las señoras del aquelarre bueno, la autora de los días de esa descastada de la radio que podría ser yo misma si la mía aún viviera, eran, son, mujeres de otra pasta. Y no es la nuestra.

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