Columna

Torrijas

Sin ser devota, no soy inmune a la belleza ni a la emoción ni a la envidia del consuelo que la fe ciega y las certezas absolutas proporcionan a las almas atribuladas, que somos todas

Las tradicionales torrijas.

En casa éramos católicos, apostólicos y españoles a la manera laxa en que somos tantísimos por estos lares: el papa Benedicto no declaró a este país de excristianos viejos tierra de misión evangélica por nada. En casa, ya digo, no comulgábamos con ruedas de molino. Ni nos fiábamos de la virgen, sino que corríamos que nos las pelábamos. Ni nos acordábamos de Santa Bárbara más que cuando tronaba, y no siempre. Pero, si había que ir a misa, se iba sin más problema. Unos por gusto y otros por dárselo a la familia. Mi padre, ángel con minúsculas y mayúsculas, blasfemaba lo más grande por esa boca d...

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En casa éramos católicos, apostólicos y españoles a la manera laxa en que somos tantísimos por estos lares: el papa Benedicto no declaró a este país de excristianos viejos tierra de misión evangélica por nada. En casa, ya digo, no comulgábamos con ruedas de molino. Ni nos fiábamos de la virgen, sino que corríamos que nos las pelábamos. Ni nos acordábamos de Santa Bárbara más que cuando tronaba, y no siempre. Pero, si había que ir a misa, se iba sin más problema. Unos por gusto y otros por dárselo a la familia. Mi padre, ángel con minúsculas y mayúsculas, blasfemaba lo más grande por esa boca de la que no se le caía la hostia ni el copón ni la virgen ni todos los santos de la letanía, lo que no obstaba para que le pilláramos santiguándose y dándole un besito al último currusco antes de tirarlo a escondidas. Mi madre, ortodoxa sin ser beata, no perdonaba un bautizo, ni una comunión, ni una boda, ni un funeral como Dios manda, ni dejó jamás de ponerle una vela al Altísimo para que los hijos aprobáramos los exámenes o que su propia biopsia saliera negativa, el Señor la tenga en su gloria. Yo misma, atea sin remedio, aún puedo recitar pasajes enteros de la liturgia solo de todos los oficios de compromiso que me metí entre oreja y oreja antes de decidir que ya tenía bastantes, y todavía rezo lo que recuerdo si le veo las garras al tigre.

Quiero decir con esto que, sin ser devota, no soy inmune a la belleza, la emoción ni la envidia del consuelo que la fe ciega y las certezas absolutas proporcionan a las almas atribuladas, que somos todas. Aun así, para mí, el olor de la Semana Santa no es el incienso sino el de las torrijas de mi madre. Pan, huevos, leche y canela, sin más florituras que las puntillitas del aceite hirviendo festoneando las rebanadas de cuerpo presente en una bandeja cubierta con un sudario limpio como el jaspe. Esas obleas sí que resucitaban a un muerto. Buen Jueves Santo.

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