Columna

Consejos

Raoul Frary ya recomendó en el siglo XIX cómo halagar al pueblo

Seguidores del Frente Nacional, en un mitin de Marine le Pen. PIERRE ANDRIEU (AFP)

El panfleto fue tradicionalmente arma demagógica: una caricatura concisa y virulenta que denuncia a alguien o algo. Tuvo cultivadores ilustres, como Cicerón, Erasmo, Jonathan Swift o Karl Marx, y también otros anónimos y barriobajeros. Hoy el género apenas se cultiva porque resulta demasiado extenso: para el castigo o la calumnia, basta un tuit. En 1884, época dorada del panfletismo, el periodista y profesor francés Raoul Frary volvió el arma contra la demagogia misma y escribió Manual del demagogo (editorial Sequitur), con los consejos de un resabiado político a un aspirante a demago...

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El panfleto fue tradicionalmente arma demagógica: una caricatura concisa y virulenta que denuncia a alguien o algo. Tuvo cultivadores ilustres, como Cicerón, Erasmo, Jonathan Swift o Karl Marx, y también otros anónimos y barriobajeros. Hoy el género apenas se cultiva porque resulta demasiado extenso: para el castigo o la calumnia, basta un tuit. En 1884, época dorada del panfletismo, el periodista y profesor francés Raoul Frary volvió el arma contra la demagogia misma y escribió Manual del demagogo (editorial Sequitur), con los consejos de un resabiado político a un aspirante a demagogo, o sea, a guiar a los demás tirando del ronzal y obteniendo para sí mismo los mejores beneficios.

Recordará que su papel no es en absoluto nuevo. Antes, los cortesanos adulaban a los príncipes esperando obtener su generosa privanza; hoy, se debe ensalzar al pueblo soberano y elogiar sus caprichos, incluso sus vicios. “¿Qué hace falta para ganar el favor del pueblo y apoderarse de la dirección de las mentes? Principios claros que uno no se tomará el trabajo de verificar, siempre que estén de moda, razonamientos fáciles de seguir; actitudes y frases”. Se insistirá en que los problemas más arduos no escapan a la penetración de los ignorantes y que el saber es la menor virtud del gobernante. Nada de pretender ilustrar ni menos desengañar a nadie: “El hombre que abre un periódico, el ciudadano que toma parte en un mitin no pide más que una cosa: que se le hagan llegar nuevos motivos para complacerse en su propia opinión”. Que apele pues al buen sentido, infalible e intolerante porque es la suma de nuestros prejuicios. Esta obrita, bien traducida y prologada por Miguel Catalán, es breve: se lee en menos tiempo del que tardan quienes no la han leído en rodear el Congreso.

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