Pajaritos

No existen los finales abiertos, ni los veranos inacabables, ni tuvimos nunca 14 años

Ayoub Elasri en un fotograma de "Príncipe" del cineasta holandés Sam de Jong.

“Mi padre es un pajarito”, dice Ayoub, un chico holandés de 14 años que vive en un barrio pobre de Ámsterdam. Es hijo de un marroquí y una holandesa; asume el racismo como algo natural, trata de ayudar a su padre heroinómano con unas pocas monedas y nunca ha besado a una chica. La película se llama Príncipe y es de Sam de Jong. A pesar de su puesta en escena tan desierta y luminosa, a ratos onírica y casi siempre increíble, es difícil imaginar que esa ficción no haya ocurrido. La culpa es de los títulos de crédito: casi todos los actores se llaman como sus personajes; son chavales de ...

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“Mi padre es un pajarito”, dice Ayoub, un chico holandés de 14 años que vive en un barrio pobre de Ámsterdam. Es hijo de un marroquí y una holandesa; asume el racismo como algo natural, trata de ayudar a su padre heroinómano con unas pocas monedas y nunca ha besado a una chica. La película se llama Príncipe y es de Sam de Jong. A pesar de su puesta en escena tan desierta y luminosa, a ratos onírica y casi siempre increíble, es difícil imaginar que esa ficción no haya ocurrido. La culpa es de los títulos de crédito: casi todos los actores se llaman como sus personajes; son chavales de la barriada que no tienen que interpretar nada.

Hay otra razón por la que creerse esta película: la adolescencia. “Se acaba el verano”, me dice mi madre al entrar en casa. Yo había recibido ya algunas pistas; aparcar sin dificultad fue la más demoledora de todas. También la sudadera y esa hora intimidante, las diez de la noche, que en julio en Galicia era la hora de subir de la playa cuando teníamos 15 años.

Pocas estaciones se parecen más a la adolescencia. El protagonista de Príncipe incluso se enamora por primera vez. Y en la calle, igual que nosotros en verano, aprende los códigos que rigen cuando está todo sin hacer, empezando por uno mismo: hay que ser fuerte, malo y fanfarrón.

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Lo que me entusiasma de la película no es que el chico aprenda la lección, ni que el final no tenga nada que ver con la vida, sino que Ayoub lo comprometa todo por una chica que lo desprecia. Casi todos los veranos, por una razón u otra, explico en algún lado mi devoción por Gatsby. Ese multimillonario fatuo e irreverente que hace las mejores fiestas de Long Island es un intruso para su clase social; los ricos lo rodean como se rodea a un dios falso y le compadecen por no tener su pedigrí, por eso cuando muere acuden al entierro tres personas, y una que llama a casa lo hace para preguntar por un sombrero o algo así.

Gatsby lo es por amor, también su nombre. Delinque por su chica imposible, se convierte en el ser moralmente monstruoso que podría conquistar a alguien tan cínico como Daisy Buchanan del mismo modo que Ayoub cree que con dinero y pistolas su rubia podría tomarle en serio, y se juega la vida por ello. No es una película iniciática: más bien es una falsa ilusión, como todo en la adolescencia. No existen los finales abiertos, ni los veranos inacabables, ni tuvimos nunca 14 años.

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