El acento

La crisis de los manteros y las buenas intenciones

La política más permisiva ha propiciado un efecto llamada y el equipo de Colau comienza a comprender que el problema se le está yendo de las manos

Aglomeracion de vendedores ambulantes en la zona del Port Vell de Barcelona.Albert Garcia

La crisis de los manteros que vive la ciudad de Barcelona ha confirmado dos principios ya conocidos de la dinámica urbana: que allí donde hay turistas, hay mantas. Y que si no se ejerce una presión disuasoria firme y constante, el fenómeno tiende a crecer y crecer hasta hacerse ingobernable. Lo demuestra lo ocurrido en el Port Vell, antes un paseo plácido y luminoso, convertido ahora en un enorme zoco ilegal con más de 1.000 manteros compitiendo desde la madrugada por asegurarse un pequeño trozo de suelo. Lo mismo en el Parc Güell, el Puerto Olímpico y cualquiera de las calle...

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La crisis de los manteros que vive la ciudad de Barcelona ha confirmado dos principios ya conocidos de la dinámica urbana: que allí donde hay turistas, hay mantas. Y que si no se ejerce una presión disuasoria firme y constante, el fenómeno tiende a crecer y crecer hasta hacerse ingobernable. Lo demuestra lo ocurrido en el Port Vell, antes un paseo plácido y luminoso, convertido ahora en un enorme zoco ilegal con más de 1.000 manteros compitiendo desde la madrugada por asegurarse un pequeño trozo de suelo. Lo mismo en el Parc Güell, el Puerto Olímpico y cualquiera de las calles céntricas de una ciudad saturada de turismo.

El nuevo Consistorio quiso demostrar una sensibilidad diferente y evitó perseguir a los manteros, casi todos inmigrantes sin alternativas de subsistencia. Esta política de no cargar contra el último eslabón contó al principio con cierta complicidad ciudadana, pero el fenómeno se ha salido claramente de madre. La política más permisiva ha propiciado un efecto llamada y ahora no son solo grupos de africanos los que deambulan por la ciudad con sus fardos a cuestas, sino pakistaníes, bengalíes, nepalíes... y no es un fenómeno puntual de la capital, sino que se extiende por todo el litoral. El Síndic de Greuges (defensor del pueblo) ya advirtió que no era solo una cuestión de probreza, sino de mafias. Tras un intento bien intencionado de darle la vuelta al discurso, el equipo de Ada Colau comienza a comprender que el problema se le está yendo de las manos, y que el valor simbólico del desorden que implica puede repercutir sobre toda su obra de gobierno. La oposición ha hincado sus dientes en este asunto, y no está dispuesta a soltarlo porque sabe que le da réditos electorales entre los comerciantes.

Perseguir al mantero supone atacar a la parte débil, la terminal más desprotegida, y sirve de muy poco si se deja intacta la cabeza de la serpiente, esas centrales de distribución que basan su negocio en la explotación de la miseria, el fraude fiscal y la competencia desleal. Y que no arriesga nada ante la policía, pues para poder vender los productos falsificados, algunos tan perfectos que parecen la marca original, los manteros son obligados a depositar antes un dinero que no recuperarán si la policía se incauta de la mercancía. Conforme ha aumentado la competencia, también se han reducido los márgenes y muchos vendedores no ganan más allá de 20 o 30 euros por día.

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Pero el fenómeno no para de crecer. El intento de abordarlo con medidas sociales y humanitarias puede que sea más justo, pero también produce un efecto llamada que acaba dando un mensaje equivocado: el de la ciudad incapaz de hacer cumplir la ley. El Consistorio ha destinado dos millones de euros a ayudas a los manteros, y ha aplicado un programa de empleo para su insersción social. Pero ¿qué representan los 11 puestos de trabajo creados hasta ahora y los 40 proyectados frente a los miles de inmigrantes irregulares obligados a buscarse la vida como pueden? Gobernar la complejidad no es nada fácil. Lo que está claro es que difícilmente se acabará con el fenómeno si no se aplasta la cabeza de la serpiente.

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