La ciudad que se convirtió en un búnker

La vida en Kabul vuelve a estar marcada por las medidas extremas de seguridad

La llamada para suspender la visita al Ministerio del Interior afgano llega menos de una hora antes de la cita acordada. “El convoy ha sido cancelado por un aumento del nivel de amenaza en las calles”, es la explicación oficial. Aunque el tráfico de Kabul sigue tan loco y caótico como siempre, no se verá este día por las avenidas ningún convoy de la OTAN, objetivo número uno de los atentados de talibanes y otros grupos terroristas como el clan Haqqani.

Un poco más tarde, entre el atestado tráfico capitalino, otra caravana, esta vez afgana, se abre paso entre fuertes pitidos y amenazas d...

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La llamada para suspender la visita al Ministerio del Interior afgano llega menos de una hora antes de la cita acordada. “El convoy ha sido cancelado por un aumento del nivel de amenaza en las calles”, es la explicación oficial. Aunque el tráfico de Kabul sigue tan loco y caótico como siempre, no se verá este día por las avenidas ningún convoy de la OTAN, objetivo número uno de los atentados de talibanes y otros grupos terroristas como el clan Haqqani.

Un poco más tarde, entre el atestado tráfico capitalino, otra caravana, esta vez afgana, se abre paso entre fuertes pitidos y amenazas directas de los militares armados hasta los dientes que rodean un vehículo blindado donde viaja, presumiblemente, un alto miembro del Gobierno de Ashraf Ghani. El destino es uno de los edificios gubernamentales que se esconden, como las instituciones militares y las delegaciones extranjeras, tras una madeja de gruesos muros antibomba de hormigón, altas vallas coronadas por alambre de espino, barricadas, incontables puntos de control y guardias que no dudan en amenazar con el fusil siempre en mano a quien no siga sus instrucciones.

Kabul era divertido, suspira una contratista estadounidense que conoció los “años dorados” de la capital afgana, la época postalibán, hasta 2012. Los extranjeros se movían con relativa facilidad. “Yo salía hasta tres veces por semana, había buenos bares y restaurantes”, señala. Le Jardin es uno de los pocos restaurantes que resisten. Para entrar, hay que atravesar cuatro patios amurallados y separados por gruesas puertas de seguridad que solo se abren cuando un vigilante, armado, comprueba por una mirilla la identidad del cliente, que es cacheado al menos dos veces antes de ser recibido, con toda amabilidad ya, en el local. Hay pocos clientes.

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En lo alto del Ministerio de Refugiados afgano hay una vieja torreta. Sus paredes metálicas están llenas de balazos. Es un vestigio de la guerra civil que sufrió Afganistán en los noventa. Ya entonces Kabul era un lugar difícil para hacer vida normal. Algunas cosas no han cambiado tanto en esta ciudad.

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