Columna

Letizia soñada

Convertirse en la imagen de España significa que te escruten hasta el blanco de los ojos

Anoche tuve un sueño rarísimo. No sabría decirte si era húmedo o una pesadilla. Soñé que era Letizia por un día. Tenía su parte excitante, ya te digo que casi mojo la cama. Me llamaban majestad hasta los críos de Primaria. Me hacía muchísimo la pelota todo el mundo. Tenía un vestidor con trajes de ensueño, bolsos y tacones de todos los pantones, y una tiara de perlas como canicas que me regaló mi marido así porque sí un día tonto. Dos niñas ideales de monas y de listas y de sanas. Una agenda entre ejecutiva de la ONU, embajadora de ONG y fallera mayor de Valencia. Y un sueldo de 129.000 euros,...

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Anoche tuve un sueño rarísimo. No sabría decirte si era húmedo o una pesadilla. Soñé que era Letizia por un día. Tenía su parte excitante, ya te digo que casi mojo la cama. Me llamaban majestad hasta los críos de Primaria. Me hacía muchísimo la pelota todo el mundo. Tenía un vestidor con trajes de ensueño, bolsos y tacones de todos los pantones, y una tiara de perlas como canicas que me regaló mi marido así porque sí un día tonto. Dos niñas ideales de monas y de listas y de sanas. Una agenda entre ejecutiva de la ONU, embajadora de ONG y fallera mayor de Valencia. Y un sueldo de 129.000 euros, casas, coches y viajes de trabajo aparte. Ayer mismo estaba en la Asamblea Nacional francesa, con mi peluquera a la chepa, y tres cambios de modelo al día, qué menos para epatar a los burgueses y al pueblo galo en pleno, de Hollande para abajo. En fin, que en sueños era —de hecho, que no de derecho, porque mi rol escrito consistía en cohabitar con mi cónyuge, criar a mis crías y no hacer mucho ruido— la imagen de España en el globo por obra y gracia de mi segundo y santo matrimonio.

Ahí es, precisamente, donde cambiaba el cuento. Los mismos que me adulaban, me ponían de vuelta y media cuando me daban la espalda. Me tachaban lo mismo de alta que de baja, de creída que de sencilla, de estirada que de accesible. Me escrutaban hasta el blanco de los ojos a ver si estaba feliz o triste, si había adelgazado cien gramos, si había vuelto a rellenarme los surcos, o si estaba de buenas o malas con Felipe. Al alba, me dolía la cara de ser tan guapa y tan perfecta y de apretar tanto la mandíbula y de posar tan profesional para tanta foto y de exigirme a mí misma mucho más de lo que me exigían otros. Lo dicho: un delirio. Cuando desperté, casi fue un alivio tener que darme el madrugón diario para comerme mi hora y media de atasco hasta el curro. Quita, quita, reina. No se puede gustar a todo el mundo.

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