Editorial

Agresiones brutales

La difusión masiva de imágenes extremas vuelve a plantear la necesidad de límites éticos

La noticia del secuestro y apaleamiento de un chico de etnia gitana en la periferia de París causó la pasada semana un fuerte impacto en la opinión pública francesa. Un grupo de vecinos decidió tomarse la justicia por su mano y capturó al joven, que vivía en una zona de barracas con su familia y tenía antecedentes penales por hurto. La brutalidad de la agresión provocó un intenso debate sobre la relación entre los discursos racistas y xenófobos y la posibilidad de que desencadenen incidentes graves como este.

El debate, sin embargo, cobró mayor intensidad después de que un diario britán...

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La noticia del secuestro y apaleamiento de un chico de etnia gitana en la periferia de París causó la pasada semana un fuerte impacto en la opinión pública francesa. Un grupo de vecinos decidió tomarse la justicia por su mano y capturó al joven, que vivía en una zona de barracas con su familia y tenía antecedentes penales por hurto. La brutalidad de la agresión provocó un intenso debate sobre la relación entre los discursos racistas y xenófobos y la posibilidad de que desencadenen incidentes graves como este.

El debate, sin embargo, cobró mayor intensidad después de que un diario británico publicara las fotos en las que se veía el terrible estado en que se encontraba el joven cuando fue hallado inconsciente en el interior de un carro de la compra. Todavía se debatía entre la vida y la muerte cuando, a través del diario, las fotos invadieron las redes sociales y todo el mundo pudo ver el suplicio al que había sido sometido.

Lo sucedido con el joven se suma a la controversia que ha suscitado la publicación de un vídeo —o sus fotogramas— en el que se ve a guerrilleros del grupo yihadista Estado Islámico de Irak y el Levante (EILL) ametrallar en Irak a decenas de soldados que habían sido capturados cuando huían vestidos de paisano y después de haber tirado sus armas. La crueldad de las imágenes resulta insoportable y, aunque es evidente su interés informativo, los medios podían inclinarse por distintas opciones. Algunos se autolimitaron, pero otros publicaron las más terribles, que era el objetivo probable de los asesinos.

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Aunque la intención fuera, en el caso del chico apaleado, concienciar a la sociedad sobre la brutalidad de la agresión —en Francia no podían publicarse las fotos, porque lo prohíben sus leyes—, eso no justifica vulnerar los derechos individuales del joven. Además, cuando el diario decidió retirarlas, alegando que atendía a una petición de la familia, era ya tarde. Las redes sociales se habían encargado de reproducirlas en una espiral imparable, como en el caso de los yihadistas.

Teniendo cada uno de los casos mencionados características distintas, hay que preguntarse —en ambos y en muchos otros similares— cuándo mostrar una imagen deja de ser útil como denuncia para entrar en otros terrenos. Y, más allá del debate entre el objetivo de informar y la necesidad de no caer en el tremendismo, está el derecho de las víctimas a que se respete su dignidad.

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