Ucrania, patria querida
En agosto del año pasado estuve de vacaciones en Ucrania, un país en el que a pesar de las diferencias históricas, culturales e idiomáticas encontré como puntos comunes con España, entre otros, los mismos asentamientos y ciudades griegas que se establecieron por toda la orilla de nuestro mar. Las ruinas en Odessa o las de Ampurias en la Costa Brava no eran distintas, eran los mismos restos del pasado, recuerdos de un presente bello, potente y finito.
Cuando veo las imágenes de Kiev en televisión, las avenidas por las que paseé, llenas de barricadas; las plazas en las que me relajé con u...
En agosto del año pasado estuve de vacaciones en Ucrania, un país en el que a pesar de las diferencias históricas, culturales e idiomáticas encontré como puntos comunes con España, entre otros, los mismos asentamientos y ciudades griegas que se establecieron por toda la orilla de nuestro mar. Las ruinas en Odessa o las de Ampurias en la Costa Brava no eran distintas, eran los mismos restos del pasado, recuerdos de un presente bello, potente y finito.
Cuando veo las imágenes de Kiev en televisión, las avenidas por las que paseé, llenas de barricadas; las plazas en las que me relajé con un café, quemadas; el pueblo baleado, y el tirano huido, me asalta una extraña sensación de irrealidad, esa sensación que empieza con un brillo de mirada escéptica y que va creciendo hasta formar una mueca ante la certeza de que, en su aparente solidez, la estructura de nuestras sociedades se desmorona con cualquier crisis o cambio de gobierno (y no te quiero ya ni contar si lo que estalla es un volcán o un meteorito). Esa sensación no la provoca que haya una guerra aquí al lado; nace del hecho de no poder creerme que, visto lo visto, con todo lo que compartimos, mar salada, corrupción y líderes de pastel, nosotros duremos tanto.— Constancio Lozano Ballesteros.