Opinión

La palabra “oposición” los obliga a oponerse

Asumir que formamos parte de una palabra equivale a que nos forcemos a desempeñarla

Las palabras que llevamos encima tienen efectos y causan obligaciones. Quien soporta sobre su espalda la palabra “madre” o “padre” debe cumplir con sus hijos, la “tía” con sus sobrinos, el “nieto” con sus abuelos o la “hija” con sus padres. El “empresario” lleva en su nombre la obligación de pagar los sueldos; y el “trabajador”, la de justificarlos con su trabajo. Del mismo modo, el periodista debe hacer periodismo, el constructor está obligado a construir, y el caminante a caminar. Asumir que formamos parte de una palabra equivale a que nos sintamos forzados a desempeñarla.

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Las palabras que llevamos encima tienen efectos y causan obligaciones. Quien soporta sobre su espalda la palabra “madre” o “padre” debe cumplir con sus hijos, la “tía” con sus sobrinos, el “nieto” con sus abuelos o la “hija” con sus padres. El “empresario” lleva en su nombre la obligación de pagar los sueldos; y el “trabajador”, la de justificarlos con su trabajo. Del mismo modo, el periodista debe hacer periodismo, el constructor está obligado a construir, y el caminante a caminar. Asumir que formamos parte de una palabra equivale a que nos sintamos forzados a desempeñarla.

Es lo que parece suceder con quienquiera que se coloque bajo el vocablo “oposición”: que con él se ve obligado a oponerse. Pero luego observaremos que aquellos que forman parte de la “oposición” se oponen a unas medidas que después adoptan cuando se liberan de esa palabra para ser transferidos al término “Gobierno”.

¿Si la oposición no se opusiera, pensaría que no está a la altura de ser denominada “la oposición”? O lo que sería lo mismo: ¿si la oposición no estuviera bajo el manto de la palabra “oposición” se sentiría más libre y decidiría no oponerse siempre?

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Hace tres años le dije a una persona relevante del PP —ahora integrante del Gobierno—, poco antes de una cena y en conversación privada, que no entendía determinada actitud mantenida por un correligionario suyo frente a un asunto que tampoco estaba tan mal. Y me respondió: “Qué quieres, ese es el juego parlamentario y nosotros somos la oposición”.

Comprendí que aquella persona llevaba la palabra encima.

Rafael Hernando, del PP, fue entrevistado el 20 de noviembre en la SER por Pepa Bueno, quien al final le pregunta si no tiene ninguna autocrítica que hacer. Y él contesta: “Me va a permitir que eso se lo deje a la oposición”. Claro: la oposición critica lo que sucede y el Gobierno lo elogia. Ni por asomo podrán intercambiarse las razones si no les alternamos las palabras.

Lo ratifica Pedro Solbes el 25 de noviembre, también ante Pepa Bueno, al recordar su famoso debate del 19 febrero de 2008 con Manuel Pizarro: “Fue un debate político. Inevitablemente, el que está en el poder intenta presentar las cosas en sus facetas positivas; y quien está en la oposición, lógicamente con sus facetas más negativas”.

He ahí la perversidad. La idea que cada uno tiene de su lugar en el léxico político aleja a muchos de la ecuanimidad: se ven incapaces de proclamar un criterio propio. El papel de las palabras que acarrean parece anularlos en su individualidad ética; y por tanto, algunos dicen cosas a sabiendas de que no son justas. Y podrán prevaricar respecto de sus propias ideas, pero no respecto de su obligación de sentirse consecuentes con la palabra que los abriga. Y se disculparán por esas incongruencias: “Entiéndelo, es que soy diputada del PP y debo apoyar esa ley del Gobierno”. “Entiéndelo, es que un sindicato tiene que decir eso”. “Entiéndelo, es que somos la oposición”.

¿Puede la oposición no oponerse? Claro que puede. Pero ello requiere que salga de su propio nombre y se desplace hacia vocablos como “responsabilidad” o “interés general”, a veces también “cuestión de Estado”; palabras que se aplican para “grandes temas” (quizás una vez cada diez años).

¿Y qué sucedería si buscáramos otro nombre para “la oposición”?: “El contrapeso”, “el contrapoder”, “la alternativa”. Tal vez obligados por la nueva palabra, sus integrantes se sentirían llamados a buscar un equilibrio (“contrapeso”), a frenar los excesos ajenos (“contrapoder”), a ofrecerse con propuestas concretas (“alternativa”). Y si fuéramos aún más audaces, denominaríamos siempre a la oposición “el grupo prometedor” (con su doble sentido). Para ello habría que recuperar, claro, el significado verdadero del manipulado verbo “prometer”, que no equivale a “manifestar una intención” como ya han logrado que creamos, sino a “obligarse a hacer algo”.

Quizá así, en ese país de las nuevas palabras, el grupo del Gobierno admitiría discrepancias, sus rivales lo elogiarían alguna vez y todos prometerían con más prudencia.

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