El acento

El 'derecho' a la prostituta

Un grupo de notables defiende en Francia la libertad de usar otros cuerpos

SOLEDAD CALÉS

Hete aquí a un grupo de escritores y artistas franceses que llevan a cabo un acto militante en favor del derecho a que nadie toque a “su” puta, frente al proyecto parlamentario de multar a los clientes de la prostitución en Francia. Más allá de la discusión sobre si es mejor prohibir esa actividad o reconocerla como un trabajo a todos los efectos; más allá del feminismo o del antifeminismo, la iniciativa también llama la atención por la falta de honradez intelectual que revela.

Autodenominados “cabrones”, los autores pretenden copiar la iniciativa de Simone de Beauvoir —una verdadera in...

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Hete aquí a un grupo de escritores y artistas franceses que llevan a cabo un acto militante en favor del derecho a que nadie toque a “su” puta, frente al proyecto parlamentario de multar a los clientes de la prostitución en Francia. Más allá de la discusión sobre si es mejor prohibir esa actividad o reconocerla como un trabajo a todos los efectos; más allá del feminismo o del antifeminismo, la iniciativa también llama la atención por la falta de honradez intelectual que revela.

Autodenominados “cabrones”, los autores pretenden copiar la iniciativa de Simone de Beauvoir —una verdadera intelectual militante, ella sí—, inspiradora de un manifiesto de 343 mujeres que, allá por 1971, declararon haber abortado cuando esa práctica estaba penalizada, y reclamaron el acceso legal a los medios anticonceptivos y al aborto. Las firmantes del texto original defendían el derecho a disponer del propio cuerpo, mientras que los 343 de hogaño tergiversan aquel combate histórico y lo transforman en el derecho a usar los cuerpos de otros. Un derecho limitado solo por el “consentimiento” de la pareja sexual.

Estamos ante un manifiesto pretendidamente liberal, que en esencia defiende el comercio sexual como un asunto de la sociedad y del mercado, no del Estado. Mi puta tiene el derecho de vender-me libremente sus encantos, y que le guste hacerlo; y yo tengo el derecho de que nadie me moleste para seguir gozando de las ventajas que da disponer de parejas a las que no hay que dar explicaciones y que tampoco las piden.

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Los autores, que no son la crema de la intelectualidad ni de la filosofía, no se detienen ante argumentos basados en la dignidad de las mujeres o en el tráfico de seres humanos, que no les gusta —dicen—, pero tampoco lo condenan. Uno de ellos, Éric Zemmour, es un polemista que, últimamente, la ha tomado con la inmigración: no la quiere “ni regulada”.

Es decir, que algunos de los firmantes pueden enervarse si llega gente de fuera, pero no les importa mucho si el trabajo que hacen esas mujeres consiste en vender su cuerpo. Demasiado cinismo contenido en 343 firmas.

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