Columna

Gol, gol, gol

Cada generación se ha reconocido en la figura de un deportista o en un gol famoso en la guerra del fútbol

Por fortuna han pasado ya más de siete décadas sin que los españoles hayan sentido la necesidad ineludible de volver a matarse y a falta de otros heroísmos, desde entonces cada generación, como en la antigua Grecia, se ha reconocido en la figura de un atleta, Bahamontes, Indurain, Nadal o en un gol famoso en la guerra del fútbol, semejante al cañonazo decisivo en el campo de batalla. A la gente de mi edad apenas le estaba brotando el acné y la pelusilla del bigote cuando Zarra le marcó el gol a Inglaterra en Maracaná, una gesta inútil que sirvió para restañar el orgullo herido de la patria. Fu...

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Por fortuna han pasado ya más de siete décadas sin que los españoles hayan sentido la necesidad ineludible de volver a matarse y a falta de otros heroísmos, desde entonces cada generación, como en la antigua Grecia, se ha reconocido en la figura de un atleta, Bahamontes, Indurain, Nadal o en un gol famoso en la guerra del fútbol, semejante al cañonazo decisivo en el campo de batalla. A la gente de mi edad apenas le estaba brotando el acné y la pelusilla del bigote cuando Zarra le marcó el gol a Inglaterra en Maracaná, una gesta inútil que sirvió para restañar el orgullo herido de la patria. Fue una tarde de julio de 1950. Las bocanadas de gloria, que vertía la radio por todos los colmados, sublimaron la humillación y el largo silencio de piedra impuesto por la dictadura. Pasada la miseria de postguerra, el verano de 1964 trajo el gol de Marcelino, a pase de Pereda, en la final de la Eurocopa contra la Unión Soviética. Franco estaba en el palco del estadio Bernabeu, al que solo acudía una vez al año, el día de san José Artesano, para que los obreros amaestrados del sindicato vertical bailaran la jota navarra para alegrarle la papada. Aquella victoria vino acompañada de los primeros electrodomésticos, de los primeros bikinis y de las trampas con cilicios del Opus Dei. Los rojos clandestinos murmuraban: “tantos años esperando a los rusos y solo vienen a jugar al fútbol y encima pierden”. Durante mucho tiempo a nuestros deportistas se les veía todavía el chusco bajo el brazo; en cambio los jóvenes españoles comenzaron ser cada día más altos, más fuertes. En la cucaña del masoquismo se balanceaba el genio de nuestra raza hasta que llegaron los enanitos del bosque y el equipo nacional, inexplicablemente, comenzó a tocar el violín en mitad del campo. Nadie se explicará cómo pasó, pero en el futuro el gol de Torres en la Eurocopa de 2008 y el de Iniesta en el Campeonato del Mundo de 2010 aglutinarán los sueños de una generación de adolescentes digitales que se debatía ante un horizonte cerrado. Hoy otro gol decisivo contra Italia convertiría el rescate de nuestra catástrofe económica en una enorme fiesta del botellón. La gloria consiste en cantar oé oé oé. Ni a Jenofonte se le hubiera ocurrido un grito más épico y a la vez más idiota.

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