De la resistencia a la adaptación
Como dijo Robert Solow en 1987, “la era de la informática puede verse en todas partes, menos en las estadísticas de productividad”
Hasta hace poco, muchos creíamos que la tecnología solo competía contra aquellos trabajadores que ejercían tareas rutinarias y repetitivas, potencialmente reemplazables por máquinas o procesos semiautomáticos. Es más, el concepto de polarización del mercado de trabajo venía a indicar que los trabajadores con un nivel intermedio de formación eran los más expuestos a la tecnología, mientras que aquellos más cualificados (cuyos ...
Hasta hace poco, muchos creíamos que la tecnología solo competía contra aquellos trabajadores que ejercían tareas rutinarias y repetitivas, potencialmente reemplazables por máquinas o procesos semiautomáticos. Es más, el concepto de polarización del mercado de trabajo venía a indicar que los trabajadores con un nivel intermedio de formación eran los más expuestos a la tecnología, mientras que aquellos más cualificados (cuyos empleos requerían de creatividad) y menos (en especial los que exigían una interacción personal) no tenían nada que temer.
No obstante, los últimos avances en materia de inteligencia artificial (en concreto, el caso de ChatGPT, pero no el único) han dado un vuelco a la situación. Ahora existen sistemas capaces de escribir mensajes, sintetizar textos, estructurar ideas, programar código e incluso aportar argumentos sobre cuestiones abstractas. En otras palabras, máquinas capaces de replicar artificialmente las habilidades más valoradas de los profesionales altamente cualificados.
Es cierto que, si bien los modelos generativos de inteligencia artificial han progresado enormemente, todavía presentan carencias relevantes. Un usuario experimentado no confiaría a ciegas en esta herramienta para obtener resultados precisos y, desde luego, revisaría con cautela sus afirmaciones. Pero ello no impide que los inversores estén ya considerando, y tratando de anticipar en lo posible, los efectos disruptivos que estas tecnologías pueden inducir en muchas empresas y sectores.
Otro aspecto de gran interés es el posible efecto que sobre la productividad puede suponer el hecho de que los trabajadores cuenten con este tipo de herramientas. Si bien el ahorro de tiempo y la mejora en la eficiencia parecen evidentes, estos patrones no siempre se reflejan sobre la productividad observada. En España, el valor añadido real por hora trabajada no ha crecido desde 2013; en otras palabras, el trabajador promedio genera lo mismo hoy que hace 10 años, a pesar de disponer de muchas más herramientas tecnológicas a su alcance. Ello invita a recordar la frase que enunció el premio Nobel de Economía Robert Solow en 1987: “La era de la informática puede verse en todas partes menos en las estadísticas de productividad”. Existen, por tanto, argumentos que invitan a la prudencia a la hora de abordar los posibles efectos de esta tecnología sobre el empleo y señales de que podemos estar ante un cambio que afecte de manera notable a la estructura económica y empresarial. En este contexto, ¿qué deberían priorizar los profesionales y empresas?, ¿y las políticas públicas? El World Economic Forum lo ha enunciado en su reciente publicación Putting Skills First: A Framework for Action, donde subraya la importancia de la formación como mejor estrategia para adaptarse al cambio. En la educación, nuevamente, está la respuesta.
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