Cerdos, champán y chocolatinas: así son las exigencias de las estrellas para participar en los festivales de música
Las promotoras estudian al milímetro los contratos con los artistas para evitar malentendidos. Una maraña de normas complica la labor de los expertos
Cuando al abogado Héctor Costa le preguntan qué es lo más raro que le han pedido al organizar un festival de música, responde que, una vez, en México, un artista le exigió por escrito tener “un cerdo al que poder acariciar”. En otro contrato, cuenta, una banda solicitó un coche negro que sí o sí tuviese matrícula impar. También le han reclamado cerrar una planta de hotel sirviendo solo champán de una exclusiva marca; una PlayStation en la habitación; o un bote repleto de chocolatinas Emanems (M&Ms), pero solo las azules...
Cuando al abogado Héctor Costa le preguntan qué es lo más raro que le han pedido al organizar un festival de música, responde que, una vez, en México, un artista le exigió por escrito tener “un cerdo al que poder acariciar”. En otro contrato, cuenta, una banda solicitó un coche negro que sí o sí tuviese matrícula impar. También le han reclamado cerrar una planta de hotel sirviendo solo champán de una exclusiva marca; una PlayStation en la habitación; o un bote repleto de chocolatinas Emanems (M&Ms), pero solo las azules. Tuvieron que seleccionarlas una por una para no enfadar a la estrella.
En primavera se ha levantado el telón de la temporada de los festivales. En la sombra de estos macroeventos mueven sus hilos los abogados. Un festival es un puzle legal donde los juristas se encargan de que todas las piezas encajen. Las aristas abarcan desde la revisión de contratos de los empleados hasta posibles conflictos con los grupos invitados. O roces por la gestión de los derechos de imagen. ¿Puede acabar en los tribunales el orden de actuación de los artistas en el cartel del Arenal Sound? La respuesta es sí. Los juristas estudian este tipo de preguntas al milímetro, en una industria con un impacto estimado en la economía española de 5.000 millones de euros al año.
Un festival implica firmar cientos de contratos. Incluso miles. En el Medusa de Valencia, por ejemplo, cita marcada en rojo por los amantes de la música electrónica, cada año se cierran alrededor de 1.500 contratos de trabajo. A ello hay que sumar los acuerdos de 75 artistas, más patrocinadores, influencers, empresas de servicio y food trucks, entre otros. “Un día te encuentras supervisando o redactando el contrato de una noria gigante y otro el que regula la contratación del artista fallero que se encarga de que el escenario sea espectacular”, asegura Héctor Costa, responsable legal de la productora detrás del certamen.
Un año de trabajo
Armar este rompecabezas lleva su tiempo. Belén Álvarez, directora del departamento de derecho de la cultura de la firma Gabeiras & Asociados, explica que la organización de un festival comienza “un año antes de su celebración”. “Cuanto termina una edición ya comienza a prepararse la siguiente”, destaca la experta. En un primer estadio, la promotora elige la localización, alquila el espacio, estudia la habilitación del recinto, solicita las licencias y contrata los seguros. En una segunda fase, los abogados abordan la contratación de los artistas y cómo será la promoción del evento.
La dispersión de normas es un palo en la rueda, lamenta Álvarez, ya que no hay una ley que regule la organización de espectáculos musicales a nivel nacional. Ello aboca a los equipos legales a revisar la normativa de cada región y de cada municipio al dedillo. Las exigencias de seguridad para montar un escenario, por ejemplo, pueden variar según la provincia.
La pesadilla de cualquier productor es que la estrella se niegue a actuar a última hora. Esta encrucijada puede “generar daños reputacionales y reclamaciones económicas importantes para el festival”, señala Manuel López, director de Sympathy for the Lawyer, firma de abogados especializada en música. El contrato funciona como una suerte de manual para evitar este tipo de conflictos. “Se negocia a conciencia. Intervenimos en las negociaciones y luchamos por incluir ciertas cláusulas protectoras”, explica López. Detalles como el tiempo de actuación, el diseño del escenario o la promoción en redes sociales se apalabran de antemano. Incluso la prohibición de tocar en la misma región antes o después del evento. “La exclusividad es importante, porque si el artista pasa por la misma ciudad varias veces se pierde el interés”, explica el experto.
Estos documentos van acompañados de un anexo donde los músicos detallan sus exigencias a nivel artístico, remarca Costa. Estos papeles son conocidos como riders. Las estrellas pueden exigir, por ejemplo, que en el escenario haya un determinado micrófono. O que esté disponible una determinada marca de instrumentos. También cosas más extravagantes. El abogado señala que una vez le pidieron tartas con unos ingredientes y un peso exacto para lanzar al público “porque formaba parte del show”.
Separar las líneas rojas de los meros caprichos es clave. Como en la película Green Book, el artista puede necesitar un piano en concreto y “si la productora no lo consigue, y en el contrato está definido como una condición esencial, el músico podría negarse a tocar”, señala Manuel López. “Una vez nos pidieron un piano muy especial de los que solo había dos en Europa. Pudimos aportar uno similar, porque en el contrato no se había definido como una condición esencial. Ese detalle nos permitió forzar la alternativa”, apunta el abogado.
Los carteles son otro quebradero de cabeza. “Es un auténtico tira y afloja donde entra en juego el ego del artista, que puede verse herido”, explica López. En alguna ocasión, cuenta, han tenido que dejar atado de forma previa la tipografía, el tamaño de letra y el número de fila del nombre del músico en el cartel.
Los problemas también pueden venir por el uso de la imagen de la estrella sin contar con su permiso. Algo que “por lo general se autoriza a través del contrato de actuación”, recalca Belén Álvarez. Por su parte, López agrega que “no se puede anunciar el artista antes de que el contrato esté cerrado” por muy avanzadas que estén las conversaciones, ya que “desde que se publicita su participación ya se comienza a generar un beneficio económico”.
Un negocio millonario
El nacimiento de un festival va unido a la creación de una marca que hay que proteger y registrar. Así lo aconseja Héctor Costa, abogado de la promotora del Medusa, marca registrada en Europa, China, México y gran parte de Sudamérica. Blindar la marca es vital para evitar la aparición de competidores malintencionados. Existen precedentes. En 2010, por ejemplo, el Ayuntamiento de Villarrobledo consiguió anular la inscripción como marca de 'Viña Rock' solicitada por una productora con la que había roto en el pasado. El Supremo aclaró que el municipio era el auténtico creador del signo y por tanto su titular. La cuestión no era baladí para un encuentro con un impacto económico que ronda los 22 millones de euros por edición.