Una sonrisa con clase
José Antonio Llorente tenía un estilo clásico, de aire anglosajón, que le ayudaba a conformar una personalidad inconfundible
José Antonio Llorente y yo éramos viejos amigos. Coincidimos estudiando Periodismo en la Universidad Complutense a finales de los años setenta. Coincidimos en un equipo de investigación que había montado el profesor García Matilla. José Antonio era el más joven del grupo. Con apenas 20 años no era muy distinto a cómo era ahora. Siempre prefirió escuchar antes de hablar y nada le gustaba más que darle un toque de humor a cada conversación. Hemos reído...
José Antonio Llorente y yo éramos viejos amigos. Coincidimos estudiando Periodismo en la Universidad Complutense a finales de los años setenta. Coincidimos en un equipo de investigación que había montado el profesor García Matilla. José Antonio era el más joven del grupo. Con apenas 20 años no era muy distinto a cómo era ahora. Siempre prefirió escuchar antes de hablar y nada le gustaba más que darle un toque de humor a cada conversación. Hemos reído juntos mucho, en multitud de ocasiones.
Con los años, se convirtió en una figura de gran influencia en el mundo de la comunicación tanto en España como fuera de nuestras fronteras. Creó la empresa más importante de consultoría en comunicación que jamás haya existido en nuestro país. En estos últimos tiempos, habíamos tenido la oportunidad de retomar con mayor continuidad una amistad que nunca dejamos atrás.
Si tuviera que seleccionar una característica que le definiera, diría que era su actitud ante la vida. Nunca le vi gritar, ni alterarse más de la cuenta. Siempre transmitía serenidad. No parecía el típico español. No le gustaba discutir. Siempre prefería la charla. Cuidaba especialmente las formas. Siempre se mostraba educado y correcto, tanto en su discurso como en su forma de vestir. Tenía un estilo clásico, de aire anglosajón, que le ayudaba a conformar una personalidad inconfundible.
En estos últimos años, junto a Irene, su pareja inseparable, organizaban cenas en su casa en la que disfrutaba al reunir a gente atrayente y variopinta. Su aire distinguido y conservador contrastaba con su espíritu absolutamente abierto y diverso. Le gustaba más que nada escuchar y que en su entorno la gente dialogara apaciblemente. Invitaba incluso a gente con la que jamás había coincidido, a la que le interesaba conocer y entender.
Nos vimos hace unas semanas en la fiesta de cumpleaños sorpresa que me organizaron mis hijos. La mayor de las sorpresas fue encontrarme a José Antonio, que se presentó elegante, como siempre, aunque muy castigado por el avance de su enfermedad. Le pregunté al oído que por qué se había molestado en venir en esa situación. Me dijo que no tenía previsto acudir pero que a lo largo del día había pensado que pasara lo que pasara no estaba dispuesto a perderse un solo instante de vida que valiera la pena.
En estos más de cuarenta años, creo que nunca compartí un encuentro con él en el que el humor no estuviera presente. Le gustaba el humor irónico, sin aspavientos. De nuevo, puro estilo anglosajón. Había quedado en ir a verle esta semana. Esperaba encontrarle como siempre: elegantemente vestido, dispuesto a conversar sin prisa y con una amplia sonrisa en su rostro. No he conocido a nadie en estos años que no se llevara bien con él, independientemente de su ideología, de su edad, de su rango o de su carácter. Si alguien me hablara mal de José Antonio Llorente sabría que tendría ante mí a alguien carente de todo interés.
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