El paraíso de Del Pino
El presidente de Ferrovial debe al mercado, y al país que les acompañó para convertirse en campeones nacionales, una explicación sobre el traslado de su sede fiscal
Una potente multinacional, una empresa cotizada, una gran contratista pública y la tercera fortuna de España. Eso es, en resumen, Ferrovial. Cuando se reúnen esas condiciones, ante todo cambio sustancial y estratégico conviene dar explicaciones certeras. Aún no lo son. La principal coartada, según la cual hay que radicarse en Ámsterdam para cotizar en Nueva York, es falaz; más aún si abandonase la Bolsa española. La búsqueda de un perfil internacional es redundante, pues la compañía es ya una multinacional pujante en mercados como EE UU o Canadá (no en Holanda). Y la insinuación de la falta de...
Una potente multinacional, una empresa cotizada, una gran contratista pública y la tercera fortuna de España. Eso es, en resumen, Ferrovial. Cuando se reúnen esas condiciones, ante todo cambio sustancial y estratégico conviene dar explicaciones certeras. Aún no lo son. La principal coartada, según la cual hay que radicarse en Ámsterdam para cotizar en Nueva York, es falaz; más aún si abandonase la Bolsa española. La búsqueda de un perfil internacional es redundante, pues la compañía es ya una multinacional pujante en mercados como EE UU o Canadá (no en Holanda). Y la insinuación de la falta de estabilidad financiera de España, una irresponsabilidad.
Los Del Pino deben al mercado, y al país que les acompañó para convertirse en campeones nacionales, las razones de peso —es imperativo en estos casos tenerlas— que debieron explicar ex ante a las instituciones, entre ellas al Gobierno: así lo hacen las empresas serias en el exterior. En su defecto, deben convencer ex post de que no pretenden solo una vía exprés al semiparaíso fiscal holandés. España es además acreedora de garantías: no solo de continuidad en el empleo y en la actividad empresarial del grupo, sino también de lanzamiento de proyectos de proyección futura. Cuando Unilever deslocalizó su sede de Róterdam y pasó a Londres, instaló en su ciudad matriz un ambicioso centro de I+D.
Las garantías no se requieren solo por un do ut des, en contrapartida a que este país haya sido palanca clave de su crecimiento, fulgurante desde 1952. Sino porque toda deslocalización (sean cuales sean sus motivos) tiende a generar perjuicios al lugar de su cuna. Paliarlos es parte del breviario de la responsabilidad social corporativa de las empresas modernas, un concepto ajeno a las franquistas.
La literatura económica y la experiencia práctica indican que el catálogo de eventuales daños del traslado de una sede social, acompañado de desnacionalización, es amplio. De entrada, implica pérdidas de empleos directivos de alta gama: y si a la larga se sigue de cancelación de actividades manufactureras, también de puestos fabriles. Y desviación artificiosa de contratos de servicios de valor añadido (jurídicos, fiscales, estratégicos, financieros, consultores, notariales, de comunicación…). A ello se añade el sesgo nacional frecuente en las crisis: al inicio se cierran los centros periféricos, y solo en el desplome, los próximos a la sede. Variantes de estas consecuencias se dan entre las multinacionales por cambios de entorno geográfico (como la ampliación de la Unión Europea al Este): las grandes del automóvil, como Volkswagen, se mantienen en España, pero las nuevas fábricas se han ido ubicando en el Este.
No hubo ahí pérdida de gramaje industrial; pero sí de nuevas ventanas de oportunidad. Algo parecido ocurre con ciertas fusiones: la escuela (práctica) de ingenieros de la energética Enher era famosa, una joya del tejido productivo catalán (y español). Se conservó al integrarse en Endesa. Se esfumó al ser esta adquirida por la italiana Enel. Así que el traslado de sedes corporativas, más aún si va seguido de actividades directamente productivas, supone la erosión de capitalidad empresarial y, por ende, de capitalidad económica. O sea, de centros de decisión.
Un caso que provocó gran revuelo (y no en España) fue el de la Boeing norteamericana: primero se trasladó de Seattle a Chicago (en 2001), por razones más bien industriales; luego a Washington (en 2022) para acercarse al regulador aéreo y al principal cliente, el Pentágono. Otro, el de la Unilever angloholandesa, donde trabajó el actual primer ministro Mark Rutte, quien logró en 2018 que concentrara su (doble) capitalidad en Róterdam. Enseguida, los inversores de Londres (más potentes) revirtieron el movimiento en 2020, aunque se mantuvieron distribuidas las distintas actividades industriales, entre el Reino Unido y Países Bajos.
Claro que tras mucho debate público y jurídico (serio), y tras una propuesta parlamentaria de los Verdes de implantar un oneroso (para la empresa) exit tax o peaje de salida, cuestionado por el Consejo de Estado por su difícil encaje en el ordenamiento legal europeo (entonces el Reino Unido era miembro de la UE). Aunque las directivas europeas de fiscalidad cabalgan una tras otra, queda mucho trecho por recorrer en este ámbito, hasta una armonización que evite distorsiones en el mercado interior.
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