La guerra del gas: la UE tiembla ante la posibilidad de un corte del suministro ruso
Un cierre total de los gasoductos sigue siendo improbable, más aún cuando Putin necesita financiar la campaña militar en Ucrania. Pero tendría consecuencias catastróficas en el bloque comunitario
De tapadillo, casi soterrada por las novedades en el frente bélico, en Ucrania se libra una segunda guerra: la energética. Rusia no solo es una potencia militar: es, también, el segundo productor de petróleo del mundo y el primer suministrador de gas a Europa. Y eso le confiere un colosal poder de desestabilización, una suerte de segundo botón nuclear en lo económico. ...
De tapadillo, casi soterrada por las novedades en el frente bélico, en Ucrania se libra una segunda guerra: la energética. Rusia no solo es una potencia militar: es, también, el segundo productor de petróleo del mundo y el primer suministrador de gas a Europa. Y eso le confiere un colosal poder de desestabilización, una suerte de segundo botón nuclear en lo económico. Vladímir Putin tiene el grifo del gas que fluye cada hora, cada minuto, hacia la Unión Europea, y eso son palabras mayores para un bloque que necesita cantidades ingentes de ese combustible para alimentar su industria, sus calefacciones y su sistema eléctrico.
El entramado energético europeo se diseñó bajo un supuesto cuanto menos dudoso: que el gas ruso no faltaría nunca. Tras una década de avisos que parecen haber caído en saco roto, sin embargo, nada se puede dar por sentado. Por ahora, el flujo de combustibles continúa sin novedad, como si la guerra no hubiese comenzado. Pero el mayor temor estos días en las principales capitales europeas es que Moscú acabe rompiendo la baraja y cerrando definitivamente la llave del gas. Algo improbable, pero que nadie se atreve a descartar del todo y que tendría consecuencias catastróficas: el 40% del gas consumido en la UE viene del gigante euroasiático.
“Europa está pagando el precio de haber permitido que la dependencia de Rusia alcanzase niveles extremos”, sintetiza Michael Cembalest, de JP Morgan, en una nota para clientes. “Las consecuencias de una interrupción total del gas ruso serían desastrosas: es un volumen tal que no podría ser compensado ni con producción doméstica ni con importaciones por tubo o por barco de otros países. Llevaría a cierres en masa tanto en la industria como en la generación de electricidad, y los precios se dispararían”, augura Katja Yafimava, del Instituto de Estudios Energéticos de la Universidad de Oxford. De ser necesario ese racionamiento en el consumo, David Oxley, economista senior para Europa de la consultora Capital Economics, calcula que por cada 10% de reducción en el consumo de gas en Europa el PIB se contraería casi un punto porcentual.
En la misma línea, Jorge Fernández, coordinador del Laboratorio de Energía del Instituto Vasco de la Competitividad, ve en el aumento de las importaciones de gas natural licuado (GNL, sensiblemente más caro que el que llega por tubo) la “única vía” para paliar un potencial corte ruso. “Pero el margen es limitado”, apostilla.
Según los cálculos de la Comisión Europea, incluso aunque fuese posible contratar todos los metaneros que se quisiese procedentes de EE UU, Qatar y otros exportadores de GNL, las infraestructuras actuales de regasificación solo alcanzarían para cubrir poco más del 40% de lo requerido. “A corto plazo, seguiría sin ser suficiente”, añade Fernández. La falta de interconexiones entre países también son un lastre: España es el país de Europa con mayor capacidad de regasificación, pero tras la caída en desgracia del proyecto de gasoducto Midcat —que iba a atravesar los Pirineos— las alternativas para trasladar después ese combustible a Francia son mínimas.
Bruselas lleva semanas negociando vías de suministro alternativo por parte de otros países exportadores, fundamentalmente EE UU y Qatar, para captar todos los contratos posibles de cara a los próximos meses. “Noruega y Azerbaiyán también están preparándose para mandar más por tubo”, subrayan los expertos de la consultora especializada Wood Mackenzie. La Comisión ha acordado con Japón y Corea del Sur una cesión contractual que permitiría desviar el tráfico de barcos metaneros desde Asia hasta Europa si fuera necesario.
Un escenario improbable
La primera bola de rotura, la de este invierno, estaría salvada: tanto la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, como varios Gobiernos europeos —entre ellos el español— han dado por sentado que Europa está preparada para compensar una potencial interrupción, incluso si esta fuese integral. Pero, siguiendo con el símil tenístico, solo se ha disputado aún el primer set de un partido al mejor de cinco, y ahora toca pensar en los meses venideros. La primavera y el verano, cuando el consumo baja mucho, es el momento clave para recargar los depósitos y hacer acopio para la próxima temporada de frío.
Y si el Kremlin cierra la llave, los almacenes de gas en suelo comunitario quedarían tiritando. Ya están muy mermados, al 29% de su capacidad, el nivel más bajo de los últimos 10 inviernos. “Incluso si Europa lograse sobrevivir a la primavera sin recibir nada de gas ruso, el próximo invierno empezaría con los depósitos vacíos”, desgrana Yafimava. Los expertos del think tank Bruegel, que han calculado varios escenarios en función de la cantidad de gas que llegue (la normal, reducida, ninguna), aconsejan esto a Europa: “Hay que hacer preparativos para un cese total de los flujos de gas ruso a Europa”.
La opción de que Putin acabe cerrando drásticamente la llave del gas que vende a Europa es improbable por un motivo: no se lo puede permitir. Con las sanciones occidentales acorralando a la economía rusa —pero no al sector energético, al que no afectan en nada—, el rublo en caída libre y la mitad de sus ingentes reservas —las que estaban llamadas a paliar el golpe— bloqueadas, su margen de maniobra es menor que nunca. “El corte tendría graves consecuencias para la UE, pero Rusia también perdería mucho”, recuerdan los técnicos de Wood Mackenzie. A los precios actuales, sin parangón histórico, Moscú renunciaría a unos ingresos de casi 7.000 millones de euros al mes, más del 15% de sus exportaciones totales.
“No creo que Rusia vaya a dejar de enviar gas a la UE”, desliza por correo electrónico Phuc-Vinh Nguyen, investigador del Instituto Delors. “Ni siquiera durante la Guerra Fría lo hizo”. Respalda su teoría con más cifras: Moscú, dice, obtiene cerca de 100.000 millones de euros anuales por la venta de gas, carbón y petróleo, más del doble de su presupuesto de defensa. “Los ingresos son demasiado significativos como para que Putin deje de vender gas al resto de Europa”, sentencia.
Alemania e Italia, entre los que más sufrirían
La dependencia del gas ruso en la UE, sin embargo, dista mucho de ser homogénea. Trece de los 27 países del bloque, entre ellos Alemania, Italia y Polonia, tienen a Rusia como primer proveedor; ocho de ellos traen de allí más de la mitad de lo que consumen —entre ellos, también, Alemania y Polonia—; y dos, República Checa y Letonia, dependen íntegramente del gas ruso. El impacto sobre los precios se dejaría sentir a lo largo y ancho de la Unión, pero para ellos un corte sería letal.
La importación de los hidrocarburos rusos es especialmente relevante en los países del centro y el Este de Europa, y muy preocupante para Alemania, donde en los últimos años se han ignorado las advertencias sobre la excesiva dependencia del gas de Putin. No solo de gas: Berlín también ha tirado de petróleo y hulla rusos para alimentar su potente sector manufacturero y calentar las calefacciones de sus 83 millones de habitantes. La mitad del carbón que aún quema en sus centrales térmicas también procede de Rusia.
La crisis en Ucrania ha pillado a Alemania en una situación delicada, en plena transición. Se comprometió a cerrar todas las plantas que funcionan con carbón antes de 2030 y lleva una década eliminando gradualmente la energía nuclear, que ahora ya es solo anecdótica en su mix energético, con solo tres reactores en funcionamiento que deben cerrar antes de final de año. El gas, llamado a ser una energía puente hasta que las renovables estén más desarrolladas, representa el 25% del consumo total de energía del país, y algo más del 55% procede de Rusia, según datos del Ministerio de Economía y Clima, basados en el consumo real y no en las importaciones, pues una parte se reexporta a países vecinos.
Berlín se ha volcado en conseguir ser independiente lo antes posible para que el país sea “más difícil de chantajear”, dijo hace unos días el ministro de Economía, Robert Habeck. Alemania ha despertado de golpe al hecho de que la política energética es también geopolítica. Antes del próximo invierno se crearán por ley reservas de gas y carbón para prevenir lo que ha sucedido este año, unos depósitos muy disminuidos, actualmente al 29%.
Alemania se propone también construir en tiempo récord dos plantas regasificadoras para poder recibir en su territorio el gas licuado. Así lo anunció el domingo el canciller, Olaf Scholz, en un discurso histórico en el Parlamento en el que dio también un giro a la política de Defensa del país con una inversión millonaria para rearmarse frente a la amenaza rusa. Al contrario que países vecinos, como Holanda, Alemania no tiene en sus costas ninguna terminal de LNG, una muestra más de que la diversificación no le había preocupado hasta ahora. También Austria se prepara para cortar su dependencia del gas del Kremlin. “Haremos lo que haga falta para reducir las importaciones”, dijo el lunes su canciller, Karl Nehammer.
Italia es otro de los países de Europa occidental con mayor dependencia del gas ruso: casi la mitad de su suministro pende de ese hilo. De hecho, Roma ha intensificado considerablemente su relación energética con Moscú en los últimos años, a pesar de las reiteradas advertencias en ese sentido y a pesar, también, de su cercanía con otros proveedores —Argelia, Túnez o Libia—, conectados por unos ductos que no operan a plena capacidad. Como ha recordado el propio primer ministro, Mario Draghi, hace una década la fracción de gas procedente de Rusia era la mitad que hoy, informa Lorena Pacho.
Tras varios años perdidos, Italia lleva semanas preparándose contrarreloj para una posible crisis energética. Como en el resto de Europa, sus planes pasan por aumentar las importaciones de GNL de otros países, como EE UU. Pero, como también ocurre en otras partes de Europa, es una solución complicada a corto y medio plazo por el bajo número de regasificadoras: solo tres, que incluso trabajando a pleno rendimiento apenas alcanzarían para cubrir la quinta parte de la demanda nacional. Otras siete plantas de este tipo están en fase de construcción, pero ninguna de ellas podría estar activa a corto plazo.
Tampoco la producción interior es una alternativa inmediata: a pesar de que sus yacimientos son considerables y de que están infrautilizados, llevaría tiempo llevarlos a máximo rendimiento. Así que Draghi ha apuntado a una hipotética reapertura de las centrales eléctricas de carbón —cuyo precio también se ha disparado— en caso de emergencia: “Esperamos que no sea necesario, pero no nos puede pillar desprevenidos”.
La paradoja española o la ventaja de ser una isla energética
España y Portugal llevan años de ventaja al resto de Europa en el proceso de preparación para un escenario en el que el gas ruso desaparezca del mapa. Convertida, desde el inicio de los tiempos, en una isla energética aislada del resto de Europa, la península Ibérica ha tenido que ingeniárselas en las últimas décadas para diversificar sus fuentes de suministro de este combustible. La cercanía a Argelia, con la que mantiene un gasoducto activo, es fundamental: cubre cerca del 40% del consumo total. Pero también lo es el desarrollo de grandes infraestructuras portuarias en las que recibir y regasificar el GNL procedente de productores mucho más lejanos, como Nigeria, EE UU o Trinidad y Tobago.
De esta forma, la dependencia española del gas procedente de Rusia es ínfima, menos de la cuarta parte que la media europea, lo que le garantiza el suministro a corto, medio y largo plazo. A un precio, eso sí, mucho mayor que en caso de que Putin acabe cerrando el grifo: la presión competitiva para la importación de GNL sería brutal, y más demanda casi siempre es sinónimo de mayor precio.