Derecho de sociedades: buenas noticias, con reservas
Sería deseable no ceñirse a interpretaciones literales que introducirían inseguridad en la retribución de las cotizadas
Finalmente, con casi dos años de retraso, España ha traspuesto la conocida como Directiva SRD II (por sus siglas en inglés) sobre derechos de accionistas. La tramitación legislativa de la Ley 5/2021 de 12 de abril se ha aprovechado también para incorporar otras novedades que modernizan nuestro derecho de sociedades. La norma merece una valoración general positiva, aunque con algunas reservas.
Uno de los desarrollos más destacados es la posibilidad de celebrar juntas generales ...
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Finalmente, con casi dos años de retraso, España ha traspuesto la conocida como Directiva SRD II (por sus siglas en inglés) sobre derechos de accionistas. La tramitación legislativa de la Ley 5/2021 de 12 de abril se ha aprovechado también para incorporar otras novedades que modernizan nuestro derecho de sociedades. La norma merece una valoración general positiva, aunque con algunas reservas.
Uno de los desarrollos más destacados es la posibilidad de celebrar juntas generales de modo exclusivamente telemático, sin presencia física de accionistas. Para hacerla efectiva será preciso que los socios acuerden con una mayoría reforzada de dos tercios la correspondiente modificación estatutaria y que los derechos del socio puedan ejercitarse efectivamente y en “directo” durante el desarrollo de la junta (no es, por tanto, la misma junta telemática con preguntas y propuestas anticipadas que hemos visto durante este año de pandemia). Muchas sociedades se beneficiarán de esta nueva modalidad de celebración de la junta, que permite ahorrar los nada despreciables costes asociados a la reunión física. En lugar de la parafernalia asociada a un evento multitudinario, bastará con un sistema informático que dé soporte a la participación en tiempo real. Eso sí, habrá que cuidarse de los piratas informáticos.
La actualización del régimen de operaciones vinculadas es otro capítulo particularmente relevante. El aspecto quizá más destacable es que, por fin, se flexibiliza el tratamiento de las realizadas dentro de un grupo de sociedades, permitiéndose que los administradores dominicales de la matriz voten en la filial sobre las transacciones a realizar con la matriz, con lo que se evita, en grupos con socios externos, la llamada tiranía de la minoría. A cambio, se introduce el principio del entire fairness test (inversión de la carga de la prueba) en los procedimientos de impugnación de acuerdos o de exigencia de responsabilidad de los administradores mediante los que la minoría combata operaciones “impuestas” por la mayoría. Cuando los votos de esta hayan resultado decisivos, corresponderá a la sociedad y a los dominicales demostrar que la operación se adecua al interés social de la filial. La minoría solo tendrá que acreditar el conflicto, lo que es notablemente más sencillo.
Aunque la competencia general para aprobar operaciones vinculadas se mantiene en el órgano de administración, determinadas operaciones ordinarias o por debajo de ciertos umbrales podrán ser decididas por órganos delegados. Y en las que tenga que aprobar la junta en sociedades cotizadas adquirirá ahora una relevancia especial lo que hayan votado previamente los independientes en el consejo: si la mayoría lo hace en contra, el accionista con conflicto de interés no podrá votar en la junta general. También se imponen deberes adicionales de procedimiento y transparencia.
Una de las novedades más mediáticas son las “acciones de lealtad”, o de voto doble, para aquellas sociedades cotizadas que decidan incorporarlas (opt-in). Permitirán que los accionistas que mantengan su inversión durante un periodo mínimo de dos años puedan, si lo solicitan, reforzar su posición (por ejemplo, alguien con un 17% podría pasar a votar hasta un 29% si ningún otro socio pide que sus acciones tengan voto doble). Está por ver su empleo práctico, pero pueden resultar oportunas para que accionistas significativos refuercen su influencia sin incrementar su inversión o para socios de control que deseen desinvertir sin perder ese control. La novedad es adecuada, aunque solo sea por razones de competitividad, para disponer de un instrumento habilitado ya en jurisdicciones de nuestro entorno.
Otro de los propósitos de la Directiva era fomentar una mayor involucración de los accionistas en el gobierno de las sociedades cotizadas. Para ello se exige que gestores de activos y otros inversores institucionales hagan públicas sus políticas de implicación y cómo las aplican. Además, se desarrolla el derecho de los emisores y determinados accionistas a conocer la identidad de los accionistas y de los beneficiarios últimos.
La norma también flexibiliza el régimen de aumentos de capital y emisión de obligaciones convertibles en cotizadas, con la eliminación —bajo determinadas condiciones— del requisito de contar con un informe de experto independiente.
En materia de remuneraciones poco había que innovar para trasponer la Directiva, pues nuestra normativa ya estaba en la vanguardia. Las novedades consisten fundamentalmente en exigir un mayor detalle en la política de remuneraciones y en el informe anual de remuneraciones de cotizadas. La reforma podía haberse quedado ahí, pero ha querido dar un paso más causando un destrozo que habrá que reparar. La motivación me recuerda una célebre frase, generalmente atribuida a Bismarck: “Las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto tan pronto como conocemos cómo fueron hechas”. El proyecto, bien elaborado en ese punto, prevenía de que la remuneración por funciones ejecutivas en sociedades cotizadas deberá ajustarse, además de a la política de remuneraciones, a los estatutos si estos contuvieran alguna disposición al efecto. Este último inciso, en nada vinculado a la trasposición de la Directiva, se eliminó durante la tramitación parlamentaria con una justificación confusa y algo engañosa. La consecuencia es que ahora habrá quien interprete que los estatutos también deben detallar la retribución de los consejeros por funciones ejecutivas o, al menos, las partidas o conceptos que la integran, con la consecuencia de que la ausencia o insuficiencia de concreción estatutaria pueda acabar invocándose para cuestionar su legitimidad y deducibilidad. La supresión del inciso es caprichosa. No aporta nada desde el punto de vista de la integridad y publicidad, pues la política de remuneraciones, que ahora será todavía más detallada, ya la aprueba la junta y, en cambio, incorpora una rigidez innecesaria y contraproducente. ¿Qué sentido tiene exigir que la propia junta también incluya eso mismo en los estatutos? Sería deseable, por tanto, no abonarse a interpretaciones literales que lo único que harían es añadir burocracia e inseguridad al régimen retributivo de cotizadas, que afortunadamente quedó clarificado tras la reforma de 2014.
Un último apunte, anecdótico pero revelador. Por medio de una enmienda se ha añadido un inciso final al artículo 225 de la Ley de Sociedades de Capital, mediante el cual se aclara que los administradores deberán subordinar, en todo caso, su interés particular al interés de la empresa, para reforzar — en palabras del legislador— el deber de diligencia. Nada tengo que objetar a la exigencia en sí, pues va de suyo que los administradores han de actuar de ese modo. Ahora bien, anteponer el interés social al particular es el contenido indiscutido e indiscutible del otro deber al que están sujetos, que es el de lealtad (artículo 227). Nada había que reforzar, por tanto, en el deber de diligencia. Bastaba en su lugar con entender bien el deber de lealtad. Aunque me gustaría pensar que fue solo un descuido, da lástima que nuestro legislador los confunda.
Carlos Paredes Galego es abogado de Uría Menéndez.