Crítica:JAZZ | Mastretta

Hamelín en el Reina Sofía

Entra Nacho Mastretta en la cafetería del Museo Reina Sofía jugueteando con su clarinete ya desde la calle, como hechicero acreditado en un contemporáneo reino de Hamelín. No desistirá hasta conseguir un cierto silencio entre un público más afanado hasta ese momento en evaluar una de esas nuevas cervezas que, supuestamente, no concentran todo su caudal calórico en los mismos contornos de siempre. Es el santanderino uno de esos músicos vocacionales que no abandonan su instrumento ni en trance de muerte (que le pregunten a sus compañeros de pasaje en aquel famoso vuelo Nueva York-Madrid que hubo...

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Entra Nacho Mastretta en la cafetería del Museo Reina Sofía jugueteando con su clarinete ya desde la calle, como hechicero acreditado en un contemporáneo reino de Hamelín. No desistirá hasta conseguir un cierto silencio entre un público más afanado hasta ese momento en evaluar una de esas nuevas cervezas que, supuestamente, no concentran todo su caudal calórico en los mismos contornos de siempre. Es el santanderino uno de esos músicos vocacionales que no abandonan su instrumento ni en trance de muerte (que le pregunten a sus compañeros de pasaje en aquel famoso vuelo Nueva York-Madrid que hubo de regresar a tierra con un motor en llamas). Y eso se le nota hasta en ese gesto, entre melancólico y travieso, que le caracterizará durante la hora y cuarto de actuación.

Mastretta inauguraba ayer la segunda entrega de Espacio Acústico, un ciclo con el que el museo de Atocha se abre a músicas inteligentes y poco trilladas. La programación la completan en miércoles sucesivos Lonely Drifter Karen (curioso trío de pop melancólico y cabaretero) y esa joven ghanesa, Oy, que fluctúa entre el soul y el hip-hop. Y la entrada es gratuita, lo que está muy bien, aunque incrementa el peligro de que alguno aproveche el concierto para poner a su amigo al corriente sobre sus desaguisados sentimentales.

Camerata popular

Desde el disco ¡Vivan los músicos! (2009) y la banda sonora de El gran Vázquez, Nacho y sus cinco compinches se han instalado deliberadamente en la pachanga, en la camerata popular. Sus creaciones evocan orquestinas, pueblos veraniegos, verbenas y pólvoras a media noche, bailes con faldas de mucho vuelo y miradas furtivas que se entrelazan con los resortes de la purita lujuria. Es música sencilla y bien hecha. Divertida. Agradecida, aunque convenga no sobreexponerse. Y con hechuras de casi un siglo atrás, lo que constriñe, a veces demasiado, su originalidad.

Entre tangos, valses, boleros, ragtime y algún guiño más al jazz primerizo, el sexteto propicia una simpática anacronía: transforma en club de felices años veinte esa cafetería de aluminio rojo, tan futurista como una nave a punto de emprender misión interestelar. Mastretta rematará el festín casi como lo empezó, tocando entre el público, subiéndose a las mesas y reclamando "alegría para todos". Sus dos próximas semanas en el Central demuestran que la fórmula, en estos tiempos de zozobras, funciona.

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