Columna

Un poco de amor

Desde hace algunos meses, he sido testigo de una historia de amor. Un historia pequeñita, de barrio. Amor doméstico. Dos adolescentes que se han ido enamorando en mi portal. Ella vive en mi edificio, en el quinto, creo. Es menudita, pelo castaño lacio, nariz respingona y una cara redonda llena de pecas. No es guapa, pero es muy bonita. Él tiene rasgos marroquíes, aunque no tiene acento extranjero. Supongo que será hijo de inmigrantes. Es alto, delgado y muy guapo. Hasta que empezó el verano, los dos vestían siempre uniforme de colegio azul marino y blanco.

Ella está loca por él; se lo n...

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Desde hace algunos meses, he sido testigo de una historia de amor. Un historia pequeñita, de barrio. Amor doméstico. Dos adolescentes que se han ido enamorando en mi portal. Ella vive en mi edificio, en el quinto, creo. Es menudita, pelo castaño lacio, nariz respingona y una cara redonda llena de pecas. No es guapa, pero es muy bonita. Él tiene rasgos marroquíes, aunque no tiene acento extranjero. Supongo que será hijo de inmigrantes. Es alto, delgado y muy guapo. Hasta que empezó el verano, los dos vestían siempre uniforme de colegio azul marino y blanco.

Ella está loca por él; se lo noté el primer día que los vi juntos en el portal. Abrazaba la carpeta del cole, como cualquier adolescente que se precie, y se apoyaba en la pared mientras sonreía con cara de oso panda. Él, a un metro de distancia, hablaba sin parar. Me llamaron enseguida la atención, porque lo normal a esa edad hubiera sido que él se estuviera pavoneando para impresionarla y que ella respondiera con una de esas carcajadas como de gallina. Pero no. Él hablaba con una serenidad sorprendente y le miraba profundamente a los ojos, sin imposturas ni poses de película de sobremesa, y ella sonreía con esa cara de oso panda tan entrañable. En fin, me enamoré de ellos enseguida.

Seguí sus avances de reojo, claro, porque está feo mirar de frente estas cosas. Ahí estaban todos los días, clavados en el portal a la una y media del mediodía. Siempre. Sin falta. Ella apoyada en la pared, como siempre. Él enfrente, cada día un poquito más cerca. Yo pasaba por delante y les saludaba. Si venía con bolsas, él me ayudaba a abrir la puerta y volvía enseguida a su posición. Ella se deshacía, porque a todas las chicas nos gusta que nuestros novios sean considerados con los demás, y me miraba como diciendo: "¿Has visto lo que tengo?" Yo me montaba en el ascensor con una sonrisa en la boca todos los días. Me preguntaba por qué ella no tenía miedo de que les vieran sus padres. Yo a esa edad lo hubiera tenido; me hubiera escondido en cualquier parque a enamorarme tranquilamente para no tener que responder a preguntas incómodas de progenitores y hermanos cotillas. Pero estaba claro que a ella no le asustaban las preguntas incómodas. Sabía lo que quería y no le importaba nada más. Me alegraba por ella.

Durante más de un año los he visto enamorarse. Al principio había mucho pudor y mucha precaución. Luego había besos con miedo. Luego, besos sin miedo. Ahora hay mucha confianza. Se nota. Se llevan bien. Se ríen. Y yo también me río en el ascensor. Me encanta volver de la calle, tan llena de miserias como está, y encontrármelos en el portal. El día que no estén, tendré que subir al quinto a hacer de Celestina.

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