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Artillería pesada para la economía

Desde que estalló la crisis se han prodigado las referencias que, con ayuda de la historia y de (más o menos) concienzudos análisis causales han tratado de establecer comparaciones entre esta crisis que vivimos y otros episodios similares del pasado. Se ha demostrado que muchos de los desequilibrios que la economía experimenta en estos momentos -y que tan nefastos efectos sociales tienen- son, en realidad, fenómenos repetidos. Eso sí, los mecanismos y modos en que se manifiestan estos fenómenos sí que pueden tener algo de nuevo. En particular, la crisis actual es una "crisis de crisis" que enc...

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Desde que estalló la crisis se han prodigado las referencias que, con ayuda de la historia y de (más o menos) concienzudos análisis causales han tratado de establecer comparaciones entre esta crisis que vivimos y otros episodios similares del pasado. Se ha demostrado que muchos de los desequilibrios que la economía experimenta en estos momentos -y que tan nefastos efectos sociales tienen- son, en realidad, fenómenos repetidos. Eso sí, los mecanismos y modos en que se manifiestan estos fenómenos sí que pueden tener algo de nuevo. En particular, la crisis actual es una "crisis de crisis" que encadena muchas fuentes de inestabilidad y que tiene en la deuda pública y privada un importante catalizador. En la medida en que resolver esta situación exige reducir el endeudamiento en una proporción muy significativa, se imponen sacrificios de gran calado social.

Aun cuando vamos en la dirección correcta, se imponen más reformas sin alterar lo que funciona
La sociedad solo se concienciará y participará en el cambio si este es colectivo, de abajo arriba

Somos cada vez más los que pensamos que se impone también una catarsis en los modos de crecimiento económico, con algunos principios de transformación socioeconómica comunes y otros propios de cada país. En un sentido práctico, parece interesante preguntarse en qué medida los cambios que se están proponiendo en la economía española, con todo un conjunto de nuevas regulaciones y de reformas estructurales de mayor o menor calado puede contribuir a que la sociedad española acceda a otro modelo de crecimiento y a otra realidad social y económica menos vulnerable a desequilibrios. Pasar la transformación social por lo económico es un ejercicio atrevido. Y más desafiante aún es si mirar a ese necesario cambio económico y social a través del espejo -como si de la Alicia de Lewis Carroll se tratara- de las reformas económicas que se están desarrollando.

Problemas de Grecia al margen, aún persiste un cierto desasosiego ante la percepción que tienen los mercados respecto a las reformas económicas en España. Sin duda, se han acometido algunas reformas en la dirección correcta que han servido para alejar hasta ahora los peores fantasmas y desacoplar en buena medida el rumbo de nuestra economía de aquellas que han acabado siendo rescatadas. Sin embargo, en el fondo de la cuestión está si realmente estas iniciativas están conduciendo a un cambio de modelo que nos garantice crecimiento y estabilidad en el medio plazo. Obviamente, no se puede pedir que reformas de carácter estructural tengan un efecto inmediato en los indicadores económicos, pero las perspectivas macroeconómicas y fiscales siguen siendo pobres, con desequilibrio en el sector exterior -aunque sea inferior al de hace unos años- y sugieren un estancamiento y un desempleo persistente y prolongado. Aunque se han logrado avances en las reformas -y necesariamente con independencia del ciclo electoral- se imponen más cambios. Como punto de partida, eso sí, es conveniente no alterar lo que funciona más o menos bien. Este es el caso, por ejemplo, de la sanidad española que, con sus fallos, bien quisieran para sí otras muchas economías avanzadas.

Sin embargo, otros muchos aspectos exigen una transformación profunda, en dirección a la que -insisto- poco a poco caminamos pero conviene acelerar notablemente. En este punto son especialmente deseables las reformas transversales, las que cambian los incentivos o emiten señales de que estos incentivos y la propia estructura del sistema están cambiando. Algunas de estas cuestiones son, por ejemplo, la necesidad de eliminar duplicidades en la administración pública (suprimiendo, por ejemplo, un nivel de administración territorial) o el establecimiento de retribuciones salariales indiciadas a productividad (con mínimos garantizados, claro está) en los sectores público y privado. El sistema de incentivos español no funciona y la interpretación más clara de estos incentivos son los salarios. Nuestro sistema es un buen ejemplo de las necesarias garantías sociales pero también de falta de alicientes a la promoción y a la productividad.

Las mejores reformas son las que producen cambios no solo en el sector al que se dirigen, sino que generan influencia en otros aspectos de la realidad social y económica. Me atrevo, en este punto, a romper una lanza a favor de la reforma bancaria, aun a riesgo de poner como ejemplo un sector no muy popular en estos tiempos. Hay aspectos de la reestructuración bancaria española poco comentados y que, sin embargo, la hacen probablemente la más exigente de las emprendidas en España en los dos últimos años. Se trata de una reforma que ha producido una importante (y rápida) consolidación del sector bancario para que buena parte de nuestras entidades consigan un tamaño mínimo suficiente para competir en un mercado más global en cuanto a captación de liquidez y capital, a la vez que mejoran su eficiencia a medio plazo. Pero lo más importante es que se trata también de una reforma que ha priorizado un objetivo de país tan importante como es la estabilidad financiera -de tanta trascendencia como la seguridad jurídica o la salud pública- frente a presiones políticas o intereses territoriales. Además, aunque sea poco a poco y cueste, se está produciendo un cambio importante en el gobierno corporativo de las cajas, con mayor profesionalización y despolitización, aunque quede camino por recorrer. Además, el RD-l 2/2011 les ha exigido a todas las entidades financieras niveles de capitalización que elevarán su solvencia a estándares de referencia internacional, señalizando claramente que para que el crédito fluya es preciso tener primero la necesaria estabilidad financiera. Y hay que reconocer que, incluso con todos estos esfuerzos, es probable que aún se nos exija un ejercicio significativamente mayor de transparencia de los riesgos en balance y de saneamiento de los mismos -aspecto fundamental del recelo de los inversores- y una reestructuración más intensa, sobre todo, en las entidades financieras con una menor viabilidad futura. En todo caso, la valoración que se está haciendo de las entidades financieras españolas es, tal vez, algo cortoplacista y no siempre considera el importante valor de franquicia de gran parte de estas instituciones.

Debemos preguntarnos si todas las reformas económicas necesarias se están desarrollando con la suficiente ambición y, sobre todo, si lo hacen con la necesaria intensidad y carácter transversal. La de las instituciones laborales tenía todos los visos para serlo y, finalmente, tiene una oportunidad para lograr algún cambio significativo una vez que se ha puesto de manifiesto que la cierta equidistancia del ejecutivo respecto a sindicatos y patronal no es un punto óptimo y deberá necesariamente suplirse por firmes decisiones por parte del Gobierno. Y lo mismo podemos decir con importantes reformas que se han emprendido y aún deben consolidarse en materia de pensiones y de liberalización de servicios. Y, desgraciadamente, otras se han quedado en el camino -entre otras cuestiones porque requerirían un pacto político y un tiempo de negociación ahora inviable- muy lejos de la transformación necesaria para que con ellas otro mundo sea posible también, como es el caso del sistema educativo, un punto débil con consecuencias tristes y prolongadas en el tiempo.

La sociedad solo puede concienciarse de la importancia de estos cambios y participar del sacrificio si éste es colectivo, de abajo arriba. Por eso los ejemplos desde la Administración pública cuentan y mucho. Lo que nos jugamos es tratar de evitar cuestiones tan duras como un paro persistente, incentivos incorrectos al esfuerzo y a la inversión, pérdida de competitividad y, sobre todo, que la juventud que hoy se manifiesta en las calles sea definitivamente una generación perdida. La situación precisa sacar toda la artillería pesada para cambiar, queramos o no, de modelo económico. No es siempre necesario estar cerca del precipicio para que esto suceda porque si no, nos podemos acabar cayendo.

Santiago Carbó Valverde es catedrático de análisis económico de la Universidad de Granada.

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