Columna

Los hinchas y los buenos

Un buen amigo me asegura que lee artículos de opinión en la prensa no para ver impresas sus opiniones, sino para apreciar otras distintas y obligarse a reflexionar sobre nuevos presupuestos. Y esa es la verdadera misión de quien opina desde un medio de comunicación: su trabajo no tiene que ver con la verdad, sino con el punto de vista. Cuando un articulista manipula un pedazo de realidad debe examinar todas sus caras, explorar sus recodos y dirigir a los lectores por un camino poco transitado. Lo cual exige de estos la gimnasia mental de argumentar desde un ángulo distinto, en defensa de sus c...

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Un buen amigo me asegura que lee artículos de opinión en la prensa no para ver impresas sus opiniones, sino para apreciar otras distintas y obligarse a reflexionar sobre nuevos presupuestos. Y esa es la verdadera misión de quien opina desde un medio de comunicación: su trabajo no tiene que ver con la verdad, sino con el punto de vista. Cuando un articulista manipula un pedazo de realidad debe examinar todas sus caras, explorar sus recodos y dirigir a los lectores por un camino poco transitado. Lo cual exige de estos la gimnasia mental de argumentar desde un ángulo distinto, en defensa de sus convicciones. Un buen polemista adora ser atacado por un flanco imprevisto, ya que le obliga a movilizar brigadas de intervención rápida y taponar ese punto débil por donde podría infiltrarse el adversario. El ejercicio es apasionante y ahora, gracias a las redes sociales, deviene en auténtica guerrilla.

Pero frente al articulista que ofrece a sus lectores un punto de vista distinto, hay otras subespecies. Están los hinchas, que son previsibles en el tema y el tratamiento. No dejan rendijas para el adversario, ni siquiera le guardan un mínimo respeto. De izquierda o de derecha, abertzale o españolista, borbónico o republicano, para el hincha la realidad no tiene matices, ni las estatuas relieve, ni los cuadros colores, ni las ideas la forma dúctil de las medusas. El hincha escribe con el aplomo que proporciona una absoluta certidumbre. Su apuesta es ganarse, por un lado, una nutrida agrupación de rendidos incondicionales y, por otra, de irritados adversarios. Escribe para los suyos, de modo que sus habilidades retóricas son más bien escasas.

Frente a los hinchas prosperan los buenistas, los buenos, tal como se imaginan. Sus ideas, de bienintencionadas, ni siquiera son ideas. Antes de escribir contratan un seguro de vida intelectual. No corren ningún riesgo y recaban un general asentimiento. ¿Cómo mostrarse, por ejemplo, en contra de la justicia? El bueno traza argumentos bajo un escudo que salvaguarda su reputación: libertad, igualdad, solidaridad, innovación, cohesión, sostenibilidad o desarrollo, relucen en su sonajero. Estado del bienestar le parece un buen enganche. A menudo esgrime la detestable teoría de que escribe para que le quieran, algo temerario -al menos cuando uno tiene familia, y está casado y bien casado, como es el caso del que escribe-. Si emprendes una columna para que te quieran ya estás traicionando las leyes de este oficio: una opinión que gusta a todo el mundo no es una opinión. El verdadero desafío es aún más arduo: ganarse el respeto intelectual y el afecto personal de los distintos. Ese es el triunfo de un articulista que no es ni un hincha ni un tipo excesivamente bueno. Y si el respeto y el afecto afloran sin que el lector ni el escritor renuncien a sus ideas, el efecto final se parece a la amistad.

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