Crítica:LIBROS / Narrativa

Asalto a la adolescencia

La invisibilidad de los sentimientos morbosos es un territorio natural de Andrés Barba y lo ha recreado ya en varias novelas estupendas, desde La hermana de Katia hasta las "niñas luminosas y oscuras" que protagonizaban otra novela breve del autor, Las manos pequeñas. El último verano de su infancia (o el primero de su adolescencia) ha hecho crujir en el adolescente Tomás las fibras del adulto que será a través de la muerte de su tía -"no pienso pasarme el verano cuidando de una vaca enferma"-, el simulacro de su primer coito, la primera fuga (falsa) del domicilio paterno y la ce...

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La invisibilidad de los sentimientos morbosos es un territorio natural de Andrés Barba y lo ha recreado ya en varias novelas estupendas, desde La hermana de Katia hasta las "niñas luminosas y oscuras" que protagonizaban otra novela breve del autor, Las manos pequeñas. El último verano de su infancia (o el primero de su adolescencia) ha hecho crujir en el adolescente Tomás las fibras del adulto que será a través de la muerte de su tía -"no pienso pasarme el verano cuidando de una vaca enferma"-, el simulacro de su primer coito, la primera fuga (falsa) del domicilio paterno y la certidumbre de una pulsión sadomasoquista cuya exploración ha empezado y es sólo un titubeo, una intuición, un deseo descubierto en la propia conciencia. Pero como siempre en Andrés Barba nada sucede a la vista sino en la prosa, en la sensible y tersa andadura de una prosa que nunca grita ni se agita, que no dramatiza ni desbarra. Al contrario: Barba tiene el don de la analogía y la comparación iluminadora sin gustarse, es decir, sin el defecto correlativo del exceso y la proliferación. Su narrador ignora la obviedad olímpicamente porque acude al interior de los personajes para explicar sus sentimientos sin embotarlos, mientras las cosas pasan con una fluidez como dictada.

Agosto, octubre

Andrés Barba

Anagrama. Barcelona, 2010

146 páginas. 15 euros

La estructura de la nouvelle es clásica pero el pasadizo interior a lo morboso que tanto le gusta a Barba opera por debajo de la piel, porque es ahí donde va a ir conociéndose el adolescente. Pone en juego su vulnerabilidad para crecer -"caminó hacia la ría porque no se debía caminar hacia la ría"-, y la rebeldía y el deseo le llevan al encuentro con la pandilla arrabalera, su brutalidad espontánea y semisalvaje. Pero sobre todo le llevan a la intranquilizadora percepción de su distancia de clase, de su dificultad para dejar de ser como es: "follar, ser follado, no implicaba ningún drama, ninguna desobediencia, ninguna mentira, ellos no estaban atrapados -como lo estaba él o cualquiera de sus amigos de la ciudad- en aquella red de falsificaciones sentimentales y fraudulentas", como tampoco eran víctimas de las muletas morales de un muchacho educado para agradar y hacer lo que se espera que haga. La tensión sexual, el instinto gregario y su propia cobardía se combinan, sin embargo, para hacerlo cómplice de la violación de una muchacha deficiente (en la concesión más cuestionable de la novela). De ese personaje, como de la hermana Anita, salen algunas de las páginas más brillantes en el retrato de gestos, movimientos ralentizados y torpes, y son las que prestan el resorte emotivo para que regrese, ya en octubre, al lugar del crimen y la novela se cierre con una quiebra de la expectativa que abandona al adolescente donde siempre ha estado: en la ambigüedad moral como tema literario.

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