Columna

De España no queda nada

Palabrita del Niño Jesús que la anécdota que sigue es tan cierta como que la presenciaron estos ojos y estas orejas que los gusanos se han de comer más pronto que tarde. Sucedió tal que así. El mismo día de la gloria que la selección se disponía a alcanzar ganando su primer título mundial, los rezagados deambulaban, por una de esas tiendas abiertas 365 días al año, a la procura de bebercio y comercio para pasar el trago frente a la televisión. Despreciando licores y viandas, un caballero -sin duda español- seguía desesperado a la dependienta por entre los mostradores mientras la chica le decía...

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Palabrita del Niño Jesús que la anécdota que sigue es tan cierta como que la presenciaron estos ojos y estas orejas que los gusanos se han de comer más pronto que tarde. Sucedió tal que así. El mismo día de la gloria que la selección se disponía a alcanzar ganando su primer título mundial, los rezagados deambulaban, por una de esas tiendas abiertas 365 días al año, a la procura de bebercio y comercio para pasar el trago frente a la televisión. Despreciando licores y viandas, un caballero -sin duda español- seguía desesperado a la dependienta por entre los mostradores mientras la chica le decía: "De España no queda nada, señor". Cabe pensar que lo que el buen hombre quería era comprar alguna camiseta, gorrita, banderita, bufanda, carraca o lo que fuera con tal de que luciera los colores rojigualdas que aquella misma noche pasaron al Olimpo de los Dioses del Balompié. Lo que la sufrida dependienta, a la que había tocado el turno del domingo, no imaginaba en ese momento era el doble significado de la frase de España no queda nada. El lapsus es comprensible porque, efectivamente, no quedaba nada de España en esa tienda, ni en ninguna otra, para desgracia del angustiado cliente que, de haberse parado a pensar, hubiera llorado desconsoladamente derrumbado sobre la sección de charcutería envasada al vacío; pero la inspiración quevediana de la dependienta pasó desapercibida y el caballero fuese a "envejecer en brazos de la suerte".

La multiplicidad de España es lo que hace de ella una, no muy grande ni muy libre, pero una

La multiplicidad de España -sus regiones, sus monumentos, su gastronomía, la simpatía de sus gentes, sus caldos, su rancio abolengo y su pertinaz sequía- es lo que hace de ella una; no muy grande, no muy libre, pero sí una. Al margen de la desaparición de todo lo de España de las tiendas, la aportación de Galicia al triunfo de la selección ha sido escasa. No será por pelotas, que nos sobran, pero lo más cercano a la gesta sudafricana fue Villa, que es asturiano y por lo tanto primo hermano. Presto a suplir esta carencia, acudió Rajoy al Debate sobre el Estado de la Nación donde, al parecer, hizo un alarde de galleguidad, anunciando desde ya lo que puede llegar a hacer Feijóo en la Carrera de San Jerónimo (que nada tiene que ver con una cabalgada del jefe apache, sino con el santoral católico y el callejero madrileño). Eso sí, al segundo día Rajoy no chupó banquillo -que, paradójicamente, es lo que tienen que hacer los titulares en el Congreso de los Diputados- y como ya se sabía de memoria lo que iba a decir Zapatero, se fue por ahí de picos pardos. De España, ese segundo día sólo quedó la mitad, que España será Una pero bipartidista y a mucha honra. De la Galicia de los Hilillos no quedó nada en el hemiciclo, y al tercer día resucitó la España Una de tanta celebración y cuchipanda cruelmente interrumpida por un debate que a nadie le importaba un pito de árbitro de segunda.

Y para que Galicia siguiese en el candelabro -que diría Sofía Mazagatos- no quedaba ya más que inaugurar Ikea en Coruña. Aunque no parezca muy correcto citar marcas comerciales, la presencia de la conselleira de Traballo y el alcalde en el apoteósico aterrizaje de la multinacional da al acontecimiento la categoría de presentación de cartas credenciales del embajador sueco en Galicia. Una pequeña competición para ver quién montaba una silla infantil en menos tiempo siguió a un tradicional desayuno escandinavo. Probablemente se trataba de quitarle el miedo a los gallegos más torpes que aún no tuviesen muy clara su habilidad de montaje, pero no fue necesario: el gallego nº 1 en traspasar las puertas del local fue recibido por miles de banderitas suecas y una lluvia de papelitos azules y amarillos. Menos mal que la multinacional no es holandesa: se hubieran revivido las duras entradas de la Naranja Mecánica a la Roja en la final, y la gente que llevaba dos días acampando en la puerta del establecimiento -también de azul y amarillo- hubiera entrado como Asterix y Obelix en los campamentos romanos haciendo sonar sus vuvuzelas. Aún así (es una información sin confirmar), es de suponer que, tras el primer día en Galicia de la enorme superficie, allí de Suecia no quedó nada.

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