Análisis:ANÁLISIS

Patio de luces

Vivíamos en una casa de alquiler en el centro del pueblo. Antes de mudarnos, todo lo que se podía ver cuando te asomabas por la ventana eran paredes y más ventanas. Con un poco de suerte, de vez en cuando, algún coche que pasaba interrumpiendo el juego de turno de los otros niños y... poco más en cuanto a la vista. Pero la sensación era de seguridad (yo tenía 11 años), todo controlado, siempre las mismas caras, los mismos sonidos, los mismos olores. Y yo vivía en una casa grande, que además pensaba que era nuestra (la casa, y digo pensaba) por lo tanto no había por qué preocuparse, la cuestión...

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Vivíamos en una casa de alquiler en el centro del pueblo. Antes de mudarnos, todo lo que se podía ver cuando te asomabas por la ventana eran paredes y más ventanas. Con un poco de suerte, de vez en cuando, algún coche que pasaba interrumpiendo el juego de turno de los otros niños y... poco más en cuanto a la vista. Pero la sensación era de seguridad (yo tenía 11 años), todo controlado, siempre las mismas caras, los mismos sonidos, los mismos olores. Y yo vivía en una casa grande, que además pensaba que era nuestra (la casa, y digo pensaba) por lo tanto no había por qué preocuparse, la cuestión de tener un techo protector estaba solucionada (eso no lo pensaba, lo digo ahora). Un día mi madre entró en casa más excitada de lo habitual, nos llamó y nos dijo que había conseguido un piso nuevo en las afueras, que de verdad sería nuestro (no lo entendí, lo de "nuestro"), que por fin éramos propietarios (no dijo nada de ningún banco o hipoteca, claro, se lo decía a unos niños). Cuando vio nuestra cara (la mía y la de mi hermano) sintió la necesidad de explicarse; que mi casa no era mía sino de una señora que nos la dejaba a cambio de un alquiler (creo que tampoco entendí esa palabra), que veríamos qué bien. En mi pueblo eso significaba que era pobre; pensé.

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El primer día que pasamos en nuestra nueva casa empezó siendo un buen día, y digo empezó. Con 11 años aquello suponía la primera mudanza consciente de mi vida (hubo una anterior pero no la recuerdo con claridad), emocionante, ¿no? Al subir por primera vez la persiana del ventanal del salón no vi paredes, ni ventanas, ni siquiera más casas, ¡pude ver el mar! Y eso que había cuatro kilómetros hasta allí. Compensaba con creces mi recién adquirido estatus (de pobre). Con rapidez exploradora me dirigí a lo que mi madre dijo que iba a ser nuestra habitación (compartida, con mi hermano, dos años menor que yo y, por lo tanto, menos rápido). También había una ventana, esta mucho más pequeña. Al asomarme vi una multitud de cabecitas asomadas a las suyas, que eran igual que la mía (la ventana), no fui capaz de contarlas todas, y era una de mis habilidades (la de contar). Intimidado, pregunté (a mi madre) ¿Cuántas hay? Mi ilusionada madre dijo: "Es el patio de luces".

Ahora, con 34 años y recordando aquel tiempo, veo, como si fuera hoy mismo, aquel patio de luces lleno de ventanas, cada una con su cabeza. Me hizo sentir triste, pensé que había cambiado mi vida, que no volvería a tener un espacio propio, sin testigos, y que había perdido "mi casa". Corrí tan rápido como pude hacia la gran ventana del salón.

José Óscar Carreguí Gas es músico y vecino de Nules.

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