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Stephen Sondheim: ochenta años

Una vez una amiga me dijo que el actor José María Pou avisa de que el nombre de Stephen Sondheim hay que pronunciarlo de rodillas. Una buena ocasión de hacerlo fue el 22 de marzo, el día en que el compositor americano, el más grande creador vivo de ese género que llamamos musical, cumplía 80 años. Hay quien lo ha comparado a Shakespeare -el actor Michael Ball, a quien vapulearon los lectores de The Guardian por exagerar-. No hace falta, no lo es, como no lo es nadie porque ya hubo uno. Sondheim bebe de las mejores fuentes -Oscar Hammerstein II, que fue como su verdadero padre y su verdader...

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Una vez una amiga me dijo que el actor José María Pou avisa de que el nombre de Stephen Sondheim hay que pronunciarlo de rodillas. Una buena ocasión de hacerlo fue el 22 de marzo, el día en que el compositor americano, el más grande creador vivo de ese género que llamamos musical, cumplía 80 años. Hay quien lo ha comparado a Shakespeare -el actor Michael Ball, a quien vapulearon los lectores de The Guardian por exagerar-. No hace falta, no lo es, como no lo es nadie porque ya hubo uno. Sondheim bebe de las mejores fuentes -Oscar Hammerstein II, que fue como su verdadero padre y su verdadera madre, y su maestro cuando era todavía un adolescente infeliz y maltratado- y no confunde nunca el territorio. Uno de los aspectos de su grandeza está, precisamente, en saber a la perfección qué es el musical, qué le diferencia de otros géneros y cuál es su capacidad de crecer, de expandirse, haciendo cosas como Into the Woods o The Frogs -ahí se metió con Aristófanes en un buen berenjenal-, que se mueven en otro terreno pero sin dejar de pisar el propio. Cuando Sondheim escribe una canción como Send in The Clowns -el día que le vino Dios a ver, sobre todo si se la escuchamos a Glynis Johns, como a Mandy Patinkin haciendo lo que quiere con cualquier otra-, nos está dando una de esas músicas que transcienden su origen, su intención y hasta su presunto público. El común de los que luchan contra ese creernos tan listos que nos caracteriza a veces a los aficionados a la música clásica sabe muy bien lo que quiero decir. Es lo que pasa con Eleanor Rigby de los Beatles, con Harvest de Neil Young, Like dylan in The Movies de Belle and Sebastian o, qué se yo, con Sapore di sale de Gino Paoli, que son canciones que vencen al tiempo porque son pequeñas obras maestras. Sondheim, además, es un muy inteligente hombre de teatro. A Little Night Music -Bergman- o Sunday in the Park with George -Seurat- no son bobaditas sino historias bien contadas en las que la música se funde con una acción sin la que, es verdad, en algunas ocasiones puede vivir gracias a que se cruzan los astros -Loving you, de Passion, un día en Londres con Renée Fleming y Bryn Terfel-. No se sabe la vida que le quedará a este género que lucha por no morir con mejor o peor suerte, pero del que bien podría suponerse que ha dado ya sus frutos mejores. Tampoco nos lo preguntaremos cuando Sondheim lo deje del todo porque ya habrá cumplido. Lo hizo ayudando a Bernstein en West Side Story, que ha pasado al repertorio clásico no sólo porque es una pieza magistral desde cualquier punto de vista sino, probablemente también, porque le empujaron sus compañeras de catálogo Candide o Trouble in Tahiti. Con Sondheim ese paso será más difícil. Pero no importa: le agradeceremos igual tanto talento.

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