Editorial:

Revuelta en Kirguizistán

En el remoto país centroasiático se enfrentan los intereses estratégicos de Rusia y EE UU

Las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central no son precisamente terreno abonado para la democracia. En Kirguizistán, una de las más pequeñas y pobres de esa vasta región emparedada entre Rusia y China, una sublevación popular, reprimida sangrientamente, ha depuesto al presidente Kurmanbek Bakiev, autócrata confeso, cinco años después de que una llamada revolución de los tulipanes le instalara en el poder tras otra asonada colectiva.

El autoproclamado nuevo Gobierno, encabezado por Rosa Otunbáyeva -líder de la oposición, antigua aliada de Bakiev y ex ministra de Exteriores-...

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Las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central no son precisamente terreno abonado para la democracia. En Kirguizistán, una de las más pequeñas y pobres de esa vasta región emparedada entre Rusia y China, una sublevación popular, reprimida sangrientamente, ha depuesto al presidente Kurmanbek Bakiev, autócrata confeso, cinco años después de que una llamada revolución de los tulipanes le instalara en el poder tras otra asonada colectiva.

El autoproclamado nuevo Gobierno, encabezado por Rosa Otunbáyeva -líder de la oposición, antigua aliada de Bakiev y ex ministra de Exteriores- ha prometido estar sólo seis meses al timón, hasta la convocatoria de elecciones. Pero no está claro si el flamante régimen se consolidará en el agitado país de cinco millones de habitantes. Bakiev, refugiado en el sur de Kirguizistán, no ha dimitido. Y el aglutinante básico de sus oponentes es la enemistad hacia el presidente huido, reelegido fraudulentamente el año pasado, que llegó al poder prometiendo democracia y ha hecho de su abortado mandato un ejercicio de nepotismo y corrupción.

Una inexcusable prioridad del nuevo Gobierno en Bishkek es cómo conciliar los intereses de Moscú y Washington, superpotencias ambas con importantes bases militares en el país centroasiático y que con sus ayudas millonarias pagan buena parte de sus facturas. Rusia es por el momento el único valedor de Otun-báyeva, a la que Putin ya ha prometido su apoyo. Moscú no perdona que el presidente derrocado jugara a la vez las bazas del Kremlin y de EE UU para que pujasen por tener un pie en el estratégico enclave kirguís, que todavía considera su zona de influencia.

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Putin ofreció el año pasado ayuda y créditos a Bakiev, más de 1.500 millones de euros, para que cerrara la base aérea de la que Estados Unidos dispone -Manas- y que resulta crucial para su esfuerzo de guerra en el vecino Afganistán. Washington ha conseguido mantenerla, triplicando casi el precio de su arrendamiento y bendiciendo en la práctica el poder despótico del mandatario caído. Nada garantiza ahora, pese a las ambiguas promesas de Otunbáyeva, la continuidad de Manas. Obama tendrá que emplearse a fondo si quiere que sus crecientes tropas en Afganistán sigan reteniendo en Kirguizistán una imprescindible cabeza de puente.

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