Columna

La luz de Flotats

En la quietud del claroscuro que reposa sobre el escenario, el único movimiento que busca una salida entre discreta y evaporada es el humo de una vela. La luz de la llama inunda discretamente el centro de ese espacio en el que durante una hora y cuarto dos actores esgrimirán la eterna lucha entre delirio y razón. Uno es Josep Maria Flotats; el otro, Albert Triola. El primero encarna al lúcido Descartes; el segundo, a un atormentado Pascal.

El duelo levanta un fascinante choque entre los filos de pensamientos opuestos. Dos filósofos que llegaron a encontrarse en vida pero no se sabe a ci...

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En la quietud del claroscuro que reposa sobre el escenario, el único movimiento que busca una salida entre discreta y evaporada es el humo de una vela. La luz de la llama inunda discretamente el centro de ese espacio en el que durante una hora y cuarto dos actores esgrimirán la eterna lucha entre delirio y razón. Uno es Josep Maria Flotats; el otro, Albert Triola. El primero encarna al lúcido Descartes; el segundo, a un atormentado Pascal.

El duelo levanta un fascinante choque entre los filos de pensamientos opuestos. Dos filósofos que llegaron a encontrarse en vida pero no se sabe a ciencia cierta de qué hablaron. Mejor, porque si hubiese existido algún documento, algún acta, el dramaturgo francés Jean-Claude Brisville no hubiese podido dejar volar su imaginación de diálogos certeros y contrarréplica exquisita para escribir esta pieza teatral que entra en su última semana de cartelera en el teatro Infanta Isabel.

Las coartadas de vida eterna, de sufrimiento en la tierra, anulan el sentido de muchas vidas

Si el teatro es palabra y silencio, en El encuentro de Descartes con Pascal joven, esos dos pilares aguantan la representación con un sentido de la medida excepcional. La maestría es un milagro que se nos revela con discreción. Flotats la esgrime con una elegancia muy poco común al dirigir este espectáculo concebido como dúo musical. Es la marca de la casa en quien fue primera figura de la Comédie Française. La misma que ha paseado por los escenarios de Madrid desde que se instaló en la ciudad a raíz de su exhibición en Arte -nunca después superada por nadie- junto a otros dos grandes como Carlos Hipólito y Josep Maria Pou.

Este hombre de teatro posee una gracia exclusiva y un agradable perfume afrancesado que le viene tan de perlas a la frecuente y burda contaminación castiza madrileña. A Dios gracias, Flotats eleva el listón artístico del público con espectáculos nada rimbombantes pero brillantes como fueron París 1940 y La cena, también de Brisville, donde bordaba a otro cojo de retranca venenosa: el sibilino Tayllerand, enfrentado a la hosquedad del Fouché que interpretaba Carmelo Gómez. Y la mejor noticia es que lo hace con éxito, que hay una inmensa minoría que acompaña y aplaude esta apuesta por la calidad inteligente.

Entre Descartes y Pascal, el tono íntimo se repite y los dilemas que ya se planteaban en el siglo XVII vuelan por la sala con una tozuda contundencia de actualidad. Cuando esta misma semana, nuestros castigados oídos han tenido que soportar por boca de mendrugos eclesiásticos amenazas sobre herejías, asusta darse cuenta de que las mismas tinieblas combatidas por el racionalismo siguen por ahí, acechándonos.

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El enfrentamiento entre fe masoquista e irracional y seso ilustrado centra este encuentro fascinante. La obra nos revela algo profundamente opuesto a quienes sostienen que la fe reconforta. Es la razón la que da juicio y tranquilidad de espíritu frente a la temblorosa falta de certeza constante de todos aquellos que se ven obligados a defender inventos teológicos. Las coartadas de vida eterna, de sufrimiento en la tierra, anulan el sentido de muchas vidas, lo estrangulan hasta encerrar a quienes se arrojan a ese abismo entre los muros del fanatismo y la obstinación.

Descartes pasea de la mano de Flotats su serena clarividencia, una sabiduría de pensamiento modulado a fondo. Surgido del ocio, en sus propias palabras. Entre ese regocijo de tiempo muerto y en apariencia inútil donde su filosofía va armándose sin que nada la apremie. Sin ansiedad, cimentado también en 10 horas de dormidera diarias: "Mi razón ha surgido del sueño", comenta como una formidable paradoja el autor del Discurso del método en un momento de la obra.

El Pascal que nos brinda Triola, sin complejos delante del maestro, retuerce entre elocuentes dolores de estómago su fe sadomasoquista e impregnada de fatalidad. Lo hace frente a la defensa sacrosanta de la libre elección para vivirla o no de Descartes. El joven, en su búsqueda de revelación, es frágil y tremendamente vulnerable. Su terror a la duda resulta transparente, aunque lo vista de amenazas impregnadas de absolutismo doctrinario. Una posición que se asusta ante la audacia de poner todo en cuestión como camino certero hacia la verdad. Descartes duda, luego existe. Pascal se cree poseído por mandamientos incuestionables y padece desgarradamente su paso por la tierra. ¿Ustedes con qué se quedan?

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