Crítica:TEATRO

La raíz cuadrada de Ibsen

Daniel Veronese tiene alma de jíbaro. Ha resumido en 150 minutos estas dos obras de Ibsen, que completas rondarían las siete horas, sin desfigurarles el gesto ni escamotearnos su tuétano. Nos las sirve a escala para que calcen bien en nuestro tiempo libre, tan escaso, y las lleva al ritmo veloz de nuestros días. En su versión de Casa de muñecas no hay tiempo que perder, ni en su puesta en escena, toda acción. Sus intérpretes no dan tregua: tienen la escuela argentina del amor al arte. Trabajan como respiran: salen a recibirnos y se mezclan con nosotros en el descanso. No separan la vida...

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Daniel Veronese tiene alma de jíbaro. Ha resumido en 150 minutos estas dos obras de Ibsen, que completas rondarían las siete horas, sin desfigurarles el gesto ni escamotearnos su tuétano. Nos las sirve a escala para que calcen bien en nuestro tiempo libre, tan escaso, y las lleva al ritmo veloz de nuestros días. En su versión de Casa de muñecas no hay tiempo que perder, ni en su puesta en escena, toda acción. Sus intérpretes no dan tregua: tienen la escuela argentina del amor al arte. Trabajan como respiran: salen a recibirnos y se mezclan con nosotros en el descanso. No separan la vida real de la representada. A Veronese le gusta mezclar ambas: "Mire esta escenografía, parece real. Mire esta mujer, parece falsa", le dice el asesor Brack a Jorge Tesman en su versión de Hedda Gabler.

EL DESARROLLO DE LA CIVILIZACIÓN VENIDERA

Versión de Casa de muñecas.

TODOS LOS GRANDES GOBIERNOS HAN EVITADO EL TEATRO ÍNTIMO.

Versión de Hedda Gabler.

Autor original: Henrik Ibsen. Intérpretes: Carlos Portaluppi, María Figueras, Ana Garibaldi, Mara Bestelli, Roly Serrano, Claudio da Passano, Silvina Sabater, Elvira Onetto, Fernando Llosa y Marcelo Subiotto. Dirección: Daniel Veronese. Cuarta Pared. Hasta el 7 de noviembre.

Veronese resume en 150 minutos dos obras que durarían siete horas
'Casa de muñecas' nos lleva a un final fantástico que no es el del autor

Veronese es incapaz de hacer un clásico contemporáneo tal cual. El cuerpo le pide guerra: quien quiera conocer los clásicos con puntos y comas, que los lea, debe de pensar mientras coge el bisturí y los abre en canal. Esta vez, la operación le ha salido bien. En Casa de muñecas, sin forzar el texto, nos lleva a un final fantástico, que no es el de Ibsen ni falta que hace. Cuando Nora, alondra herida, le devuelve a Helmer el anillo de ornitólogo que le puso en la patita el día de su boda, el portazo anunciado se convierte en algo mucho más atroz. El desenlace ibseniano es duro pero optimista: abre una puerta al futuro. El de Veronese abre una sima a los pies de la protagonista, y a los nuestros, que nos quedamos petrificados.

El Helmer de Carlos Portaluppi, encantadoramente repulsivo durante toda la función, se vuelve entonces repugnante a secas. ¡Qué actor! Respira una tranquilidad aterradora. Su personaje es el horror impávido, ya lo verán si tienen entradas para mañana o si el espectáculo se repone. Nora es una mascota para él: la ha escogido por su belleza y porque le baila el agua hasta lo inconcebible, aunque sea más inteligente en casi todo. Contra lo que parece, ella lo maneja a su antojo. María Figueras hace a Nora pizpireta, quebradiza y ansiosa: el contrapunto de Cristina Linde, su amiga, interpretada por Mara Bestelli, una actriz toda pausa, contención y escucha.

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El desarrollo de la civilización venidera no es una versión redonda de Casa de muñecas. Hay alguna incongruencia en el comportamiento de los personajes: una Nora tan resuelta siempre a conseguirlo todo de su marido no se derrumbaría sin mover un dedo cuando él baja a vaciar el buzón. Pero el desenlace nos hace olvidarnos de todo lo demás: bien está lo que bien acaba, aunque acabe tan mal como en este caso.

Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo, versión de Hedda Gabler, arranca con mucho vuelo: Hedda y Jorge Tesman viven de prestado en la escenografía de la Casa de muñecas que acabamos de ver, que en la ficción anda arrinconada en algún lugar de un gran teatro nacional. Es una idea para ahorrar (los argentinos de eso saben mucho) que, desarrollada, convierte es metateatro todo el espectáculo: "Sale Jorge", dice Hedda mientras su marido coge el pomo de la puerta.

No se puede trasladar Hedda Gabler a fecha de hoy sin discordancias, como intenta Veronese, porque el pretexto que mueve la acción (la pérdida del manuscrito de un libro vital para Lovborg, su joven autor) resulta perfectamente inverosímil en la era del ordenador. Si lo pasamos por alto es porque los actores trabajan a saco y porque les hace romper la convención teatral cada dos por tres: "Mirad, todo es mentira", dice Lovborg: "La silla, el piano... Tampoco el vino es vino".

Puesto a volar libremente en el espacio aéreo de Ibsen y a salirse de él cuanto haga falta, Veronese imagina a Lobvorg crecido tras la pérdida de su manuscrito y dispuesto a escribir un libro completamente nuevo. Tan exultante está que cuando Hedda le sugiere que se suicide no nos creemos ni por un momento que haga suya semejante idea. Antes le imaginamos capaz de pegarle un tiro a Jorge y de librarle de él para siempre. En ese punto, Veronese reconduce la obra, que ya va desbordada felizmente, al estrecho cauce original, donde no cabe. El final de Ibsen entra en su espectáculo a capón.

Entre sus intérpretes, Claudio da Passano es un Jorge Tesman apoteósicamente estúpido y malvado, que resuelve apropiarse de la obra de su amigo con la complicidad de la señora Elvsted, gris y acomodaticia en la interpretación huidiza de Elvira Onetto. Silvina Sabater tiene el empaque bronco de Hedda.

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