Editorial:

Terror transfronterizo

La escalada talibán muestra su capacidad para sembrar el caos en Pakistán y Afganistán

Sea un aldabonazo por la llegada de Hillary Clinton a Pakistán o, mucho más probablemente, una respuesta a la ofensiva en marcha del Ejército contra el feudo yihadista en Waziristán, el último atentado de los talibanes en Peshawar lleva al paroxismo una situación insostenible. Son más de cien muertos en las callejuelas abarrotadas de una ciudad que a comienzos de mes sufrió otro bombazo que dejó medio centenar de cadáveres.

El islamismo fanático, volcado en atacar a los civiles, está echando un pulso abierto al Gobierno paquistaní. Y lo mismo ocurre al otro lado de la frontera. E...

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Sea un aldabonazo por la llegada de Hillary Clinton a Pakistán o, mucho más probablemente, una respuesta a la ofensiva en marcha del Ejército contra el feudo yihadista en Waziristán, el último atentado de los talibanes en Peshawar lleva al paroxismo una situación insostenible. Son más de cien muertos en las callejuelas abarrotadas de una ciudad que a comienzos de mes sufrió otro bombazo que dejó medio centenar de cadáveres.

El islamismo fanático, volcado en atacar a los civiles, está echando un pulso abierto al Gobierno paquistaní. Y lo mismo ocurre al otro lado de la frontera. El mismo día de la gran matanza de Peshawar, la capital del noroeste, los talibanes afganos asaltaban disfrazados de policías un hotel de Kabul y asesinaban, entre otros, a cinco empleados de Naciones Unidas. Que el Consejo de Seguridad convocara anoche una sesión especial sobre Afganistán sin agenda precisa muestra hasta qué punto los poderes internacionales van por detrás de los acontecimientos en la encrucijada más amenazada del planeta.

La secretaria de Estado Clinton ha prometido en Islamabad, a dos horas de coche de Peshawar, toda la ayuda estadounidense necesaria a un Gobierno paquistaní contra las cuerdas por la escalada del terrorismo islamista. Mientras tanto, el presidente Obama acude a recibir los cadáveres de los últimos soldados caídos en Afganistán, algo que jamás hizo su antecesor, en un octubre que es el más sangriento para sus tropas en los ocho años de invasión y guerra.

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El conglomerado indisoluble Pakistán-Afganistán, con una frontera de nadie donde el yihadismo convergente de talibanes y Al Qaeda ha alcanzado categoría de soberano, se muestra nítidamente como las dos caras de un alarmante escenario que va escapando al control de las potencias aliadas. Pakistán se consume con un Gobierno débil y desnortado, unos partidos viciados atentos a su propia agenda y un ejército con el arma nuclear en cuyo universo mental el enemigo indio y sus propios privilegios ocupan mucho más espacio que el terrorismo imparable. Y el tribal Afganistán, donde los atentados son cada vez de mayor envergadura, la guerra más cruenta y la capital más insegura, prepara una segunda ronda electoral el 7 de noviembre cuyo objetivo básico es evitar el pucherazo de la primera, que permitió al escasamente fiable presidente Karzai proclamar fraudulentamente su victoria.

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