Crítica:

La culpa del ángel

En Paranoid Park, Gus Van Sant logra atrapar la verdad de una voz y una mirada adolescentes, a través de una elaborada estrategia formal y de un control absoluto de su lenguaje. Sobre la pantalla, el cineasta, con la complicidad del director de fotografía Christopher Doyle -que rompe toda expectativa sobre su reconocible estilo-, crea una eficaz ilusión de ese estado sonámbulo, entre la desconexión y la culpa, que define un esquivo limbo vital que es más fácil definir por contraposición -ni infancia, ni madurez- que, como hace Paranoid Park, por concienzuda inmersión en su insond...

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En Paranoid Park, Gus Van Sant logra atrapar la verdad de una voz y una mirada adolescentes, a través de una elaborada estrategia formal y de un control absoluto de su lenguaje. Sobre la pantalla, el cineasta, con la complicidad del director de fotografía Christopher Doyle -que rompe toda expectativa sobre su reconocible estilo-, crea una eficaz ilusión de ese estado sonámbulo, entre la desconexión y la culpa, que define un esquivo limbo vital que es más fácil definir por contraposición -ni infancia, ni madurez- que, como hace Paranoid Park, por concienzuda inmersión en su insondable incógnita.

Adaptación de una novela de Blake Nelson, Paranoid Park retuerce la linealidad narrativa del original y encuentra su camino canibalizando los registros del vídeo de skate y -¡atención al salto de riesgo!- la redacción escolar en clave confesional. Es tentador emparentar esta película con el tríptico formado por Gerry, Elephant y Last Days, pero existe una diferencia sustancial: aquí no hay superficies, espectros tocados por la fatalidad, sino el arriesgado viaje a través del mundo interior de su protagonista, transubstanciado en estilo, pulso y discurso.

PARANOID PARK

Dirección: Gus Van Sant.

Intérpretes: Gabe Nevins, Taylor Momen, Jake Miller, Lauren McKinney, Daniel Liu.

Género: drama. Estados Unidos-Francia, 2007.

Duración: 85 minutos.

En el centro de Paranoid Park hay un hecho terrible -la muerte accidental de un vigilante fe-rroviario- que coloca al protagonista en ese territorio de ambigüedad de quien se ve obligado a gestionar su culpa sin haber clausurado su inocencia. No estamos en un territorio ni remotamente parecido al de El vídeo de Benny de Michael Haneke: no es el Mal (ni su banalidad) lo que interesa a Gus Van Sant, sino la pureza golpeada por lo irreversible, el registro de los últimos instantes de un estado angélico que se ve abocado a gestionar su clausura.

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