Columna

Gente decente

Lo siento por los corazones sensibles pero hay víctimas que no me dan ninguna pena. La protagonista de hoy es una entrañable anciana de setenta y tantos años. Paseo de Russafa, sábado al mediodía. Terrazas abarrotadas, top manta y todo el panorama. La señora en cuestión había quedado a tomar el aperitivo con unas amigas. El problema surge antes de llegar a su destino, cuando se le acerca una muchacha rumana de cara inocentona, que tartamudeando y haciéndose pasar por deficiente mental, le pregunta por el local de Cáritas. Después de un rato de charla con evidentes dificultades por parte...

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Lo siento por los corazones sensibles pero hay víctimas que no me dan ninguna pena. La protagonista de hoy es una entrañable anciana de setenta y tantos años. Paseo de Russafa, sábado al mediodía. Terrazas abarrotadas, top manta y todo el panorama. La señora en cuestión había quedado a tomar el aperitivo con unas amigas. El problema surge antes de llegar a su destino, cuando se le acerca una muchacha rumana de cara inocentona, que tartamudeando y haciéndose pasar por deficiente mental, le pregunta por el local de Cáritas. Después de un rato de charla con evidentes dificultades por parte de la joven y mucho movimiento de manos para explicarse, la chica le hace creer a la anciana que acaba de encontrar un sobre con un fajo de billetes al lado de un cajero automático. De manual. Pero la abuela entra al trapo.

Entonces es cuando aparece en escena el gancho: una segunda estafadora de buena presencia que en un aparte le propone engañar a la presunta deficiente y repartirse el dinero a medias. Así que ambas se ofrecen muy cortésmente a llevar el donativo a la citada asociación benéfica. Pero resulta que la rumana arruga la nariz como si desconfiara un poco y se aparta. Una interpretación perfecta.

Ahí empieza el segundo asalto. La cómplice propone darle a la chica algo de dinero a cambio del sobre y como muestra de buena voluntad saca de su propio bolsillo 20 euros, pero la joven se hace de rogar. Entonces es cuando nuestra anciana saca todo lo que lleva en el bolso, unos doscientos euros. La muchacha al principio no parece muy convencida, pero finalmente accede. En resumen, cuando nuestra protagonista llega a la cafetería donde había quedado con sus amigas, abre el sobre y descubre que su contenido no es más que un montón de billetes de Monopoly. Hasta aquí todo dentro de lo normal.

Lo realmente curioso del caso, es que, descubierto el pastel, la viejecita de marras, ni corta ni perezosa, se dirige muy digna a la comisaría más próxima a denunciar el timo. Lógico, pensarán algunos de ustedes conmovidos. Pobre ancianita ingenua, a sus años y que le birlen así por la cara el dinero, tal como están las pensiones.

Pues miren, francamente, no. Lástima ninguna. A la abuela le salió el tiro por la culata y punto. Si la hubieran dejado, habría hecho carrera en las Islas Caimán. La codicia es lo que tiene, que no respeta ni a la tercera edad.

Y qué quieren... Visto lo visto, una no deja de admirarse de que a pesar de los tiempos que corren aún queden artistas de la calle, rumanos o autóctonos, capaces de ganarse el jornal con arte y salero como en los tiempos de Julio Camba.

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Contaba este periodista de raza que en uno de sus viajes a EE UU en los años de la gran depresión, se vio sorprendido en pleno Broadway en medio de un atraco en el cruce de la 48 con la avenida n.º 7, o sea el barrio más español de Nueva York, Sevilla Street, para más datos. Pues bien, al parecer dos gánsteres armados de sendos pistolones entraron en un restaurante pronunciando la famosa frase:

-Hands up (manos arriba).

Por supuesto, todo el mundo obedeció levantando los brazos por encima de la cabeza. Pero al cabo de un rato, como los atracadores parecían primerizos o no procedían con la rapidez esperada, uno de los camareros, gitano de Triana, hizo un quiebro de cintura torera y, encarándose a los gánsteres, les espetó:

-¿Pero e que vámo ja bailá o qué?

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